Los ancianos somos nosotros

Latinoamérica

Me sucede a menudo que, en alguno de mis mohines, de mis aspavientos, de mis reacciones reconozco los gestos de mis abuelas, incluso los del único abuelo que conocí. Sonrío entonces y sobre esa sonrisa cruza la sombra de todo aquello que me quedó por preguntar, por escuchar, por aprender de ellos.

Me cabrea que, desde que empezó esta pandemia que nos tiene confinados, se anuncie con un tono de vergonzosa satisfacción que el mayor porcentaje de difuntos, altísimo por cierto, se centra en la población de más de 70 años. Como si nos quitáramos un peso de encima. Hay algo perverso en ello, y también algo muy arraigado en nuestra sociedad. La idea de la senectud como una carga. Algo así como “bueno, al fin y al cabo, son viejos”. Como si ser anciano supusiera ser menos persona o tener menos ganas de vivir. Como si, además, importara un pimiento lo que sienten, lo que piensan, lo que desean.

Qué falta de respeto, qué alarde de ignorancia, qué herida en lo humano.

Leo la noticia de que el ejército está encontrando residencias con los ancianos abandonados, donde se juntan los vivos y los cadáveres de quienes han ido cayendo. Mi conmoción no tiene límites.

Los ancianos y ancianas han vivido y conocen lo que tú y yo ni llegamos imaginar. Y quién sabe si algún día sabremos. Son memoria, nuestra memoria y la memoria de la vida misma. Son Historia. Son lo que éramos antes de ser, antes de imaginar siquiera que lo seríamos. Y son sabiduría.

Recuerdo que, hace ya muchos años, en una conversación con Manuel Vázquez Montalbán, el añorado escritor me recordó que hay dos edades, la edad del deseo y la edad de la memoria. ¿Qué sería del deseo, del empuje, de la fuerza, del brío, de la juventud, qué sería de todo ello sin la memoria? Con toda seguridad, un ejercicio de idiotez trufado de errores evitables. Una carrera hacia ningún sitio alimentada solamente por sí misma. Nuestro avance sucede en el tiempo, nuestro crecer sucede en el tiempo, y con el paso del tiempo se va construyendo la serenidad imprescindible para la memoria.

Me aterra ese dejar que los ancianos mueran. Me ofende hasta las vísceras la falta de respeto de esta sociedad por todo lo que nos han dado, toda nuestra deuda con ellos. La idea de que la juventud es vida frente a la madurez, que es muerte. Qué infantilismo de consumo rápido. ¿Con qué vara nos atrevemos a medir quién tiene más vida? ¿Acaso no tiene merece vida quien más ha vivido? Preguntémonos quién acumula más conocimiento sobre aquello que significa vivir. Y de paso, preguntémonos también por qué participamos de una sociedad que ha decidido prescindir precisamente de eso, de la memoria y la sabiduría. Nada es inocente.

En España, sin ir más lejos, hemos dejado morir a una generación sin preguntarles por el dolor del golpe de Estado, de la tortura, de la Guerra, de la aniquilación del conocimiento y la decencia, de la tierra como fosa. Nada es inocente.

Memoria y deseo. De nada sirve el deseo, la juventud, sin la memoria que atesoran los ancianos. O sea aquello que somos, que nos ha traído hasta aquí. Más allá, solo queda la ignorancia.

(*) Cristina Fallarás es periodista, escritora, activista, impulsora del hashtag #Cuéntalo y de la desobediencia civil como acto revolucionario.

Enlace: https://blogs.publico.es/cristina-fallaras/2020/03/23/los-ancianos-son-nosotros/

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