Perú
La cárcel es un invento moderno que fue de la mano con los otros encierros: la escuela, la fábrica, los manicomios y los hospitales. Los trasgresores ya no serían castigados con principios como el de la ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”) y la tortura quedaba proscrita del derecho penal. Se asumía al individuo como ser social y, por lo tanto, la pena dejaba de ser mera punición y se pretendía darle un objetivo rehabilitador, es decir, que permitiese la reintegración del individuo a la sociedad y no su exclusión.
Por lo tanto, el objetivo de la pena, normado constitucionalmente, corresponde a esta corriente de pensamiento en el derecho penal moderno. No obstante, desde sus inicios las cárceles han mostrado poca coherencia con este objetivo teórico. No frenan el delito, lo reproducen. No rehabilitan, estigmatizan.
Y en aquellas sociedades en las que la punición se ha ido convirtiendo en el elemento más importante de su concepción penal, en donde la carcelería se ha impuesto como un método generalizado de control social, es precisamente donde más se niega el concepto moderno de abordaje de la transgresión y el delito. El modelo de política penitenciaria de los EEUU con sus más de dos millones de presos y sus cinco millones de personas enganchadas en sus engranajes de control penal es el paradigma para nuestras sociedades, en las que el delito y la delincuencia ha ganado terreno en el contexto de ausencia de proyectos nacionales, de creciente desigualdad y pobreza e instituciones públicas ineficientes y corruptas.
Un breve diagnóstico de la situación
En marzo del 2016 participé en el Conversatorio “La agenda pendiente en la política penitenciaria”, organizado por la Comisión Episcopal de Acción Social (CEAS) con el objetivo de proponer a los candidatos presidenciales temas de agenda para sus planes de gobierno. El expositor central fue el entonces presidente del INPE, Julio Magán, luego del cual diversos especialistas comentaron.
Los ponentes constataron que todos los partidos tenían al respecto propuestas bastante pobres, lo que mostraba una falta de conocimiento y/o desinterés en el tema. Se limitaban a hablar de construir más cárceles y de penas más severas. Incluso alguno proponía reestablecer la pena de muerte. Populismo criminológico que no tomaba en cuenta que esta receta se había estado aplicando más de 25 años y el delito no había retrocedido en las calles. Los políticos y los medios de comunicación, promotores de meter a los transgresores a la cárcel. ¿Se preocupan respecto a cómo la pasarán adentro, que es lo que definirá cómo saldrán?
Durante el gobierno de Ollanta Humala la población encarcelada había aumentado de 37,445 el año 2011 a 78,096 para marzo de 2016. Un incremento histórico del 100%, resultado de una política de sobre – criminalización y sobre – penalización, de eliminación de beneficios penitenciarios y del uso abusivo de la llamada “detención preventiva”. Por tanto, la situación de las prisiones en el Perú podía resumirse en: hacinamiento, socialización del delito, pésimos servicios y deterioro de las condiciones de reclusión.
Estas 78,096 personas privadas de libertad enfrentaban una capacidad de albergue para 32,964 internos. El promedio del ritmo de crecimiento neto (la diferencia entre los que egresan e ingresan) era de 4,000 internos por año. Para mantener las ya deterioradas condiciones carcelarias tendría que construirse por lo menos un penal como Lurigancho cada año. Cosa que evidentemente no ha sucedido en los cuatro años transcurridos desde entonces, ahora se encierra a 20 mil presos más, exactamente a los 97,111 que reportaba el INPE al mes de marzo, mientras que la capacidad de albergue habría aumentado apenas a 40,137.
El ritmo de crecimiento de la población reclusa es explosivo. Frente a la propuesta de construir más cárceles la alternativa era despenalizar. El CEAS promovió un proyecto de Ley excepcional que, como iniciativa ciudadana, se discutiera en el parlamento el otorgamiento de beneficios penitenciarios con propósito despenalizadores. Para este fin recogieron firmas, pero la cosa se estancó y ahora duerme el sueño de los justos.
El INPE ha elaborado un mapa de la criminalidad que, no por casualidad, coincide con el mapa de la pobreza. Los reclusos—en el caso de Lima—provienen de barrios populares como Comas, San Juan de Lurigancho o El Agustino, y no de Miraflores, San Isidro o San Borja. ¿No nos dice nada esto? No existe en lo que se suele llamar “la política criminal del Estado” una mirada integral del problema carcelario como un problema social.
Es también sorprendente que desde la academia peruana exista tan poco interés en estudiar, de manera seria, el tema de las cárceles, tanto como centro de estrategias de poder (al decir de Foucault), así como un elemento simbólico potente en la configuración de la cultura popular de los sectores marginados de la sociedad.
En el caso de los varones, las principales causales de prisión son: delitos contra el patrimonio (39%), tráfico de drogas (26%) y “honor sexual” (20%). En el caso de las mujeres, estas son: tráfico de drogas (61%), patrimonio (19%) y atentado contra vida-cuerpo-salud (8%).
La aplicación del nuevo código de ejecución penal ha permitido que el número de presos sin sentencia baje, aunque debe tenerse en cuenta que actualmente el 36 % de los reclusos son procesados.
El 73% de quienes están a las cárceles son primarios, mientras que los multi – reincidentes, es decir, lo que podría llamarse el núcleo duro de la delincuencia, son un 3%. El esfuerzo principal tendría que hacerse sobre el primer y numeroso grupo, que son mayoritariamente jóvenes. Las mujeres representan un 5% de la población encarcelada. Para ellas la prisión les afecta en doble y hasta triplemente medida, a juicio de la Defensoría del Pueblo. Mayores restricciones, limitaciones a los derechos sexuales y reproductivos y problemas de relación con los hijos son algunas de las dificultades adicionales que enfrentan.
Pero el preso no existe en el vacío. Tiene un entorno familiar que sufre con él. La familia del prisionero o prisionera soporta también los avatares de su ser querido. Y no es un sufrimiento en abstracto, sino que, dada las falencias de las prisiones peruanas, las familias corren con gran parte del sostenimiento material del preso, facilitando alimentos, vestido y medicinas indispensables sin las cuales las condiciones de reclusión serían aún peores. Por eso, cuando se habla de privatizar las cárceles se obvia de que en buena medida esta privatización existe por la vía del subsidio de las familias.
La pandemia del COVID-19 en las cárceles
Las cárceles han sido uno de los espacios invisibles de la estrategia (si la tuvo) de Vizcarra. Las autoridades del Ministerio de Justicia y del INPE creyeron que con suprimir la visita sería suficiente, y esto era —como los hechos lo demostraron—insensato. En los grandes penales diariamente salen y entran decenas personas, entre personal penitenciario y proveedores. Bastaba que uno de ellos introdujera el virus para que éste se extendiera como reguero de pólvora. Y esto es lo que finalmente sucedió.
Las cárceles tienen una peculiaridad respecto a otros sectores de la sociedad. Ahí los presos están bajo control y tutela del Estado. A diferencia de otras personas que pueden tomar decisiones sobre su vida, su desplazamiento o su interacción con otras personas, los presos están recluidos en espacios que ellos no controlan y que, al encontrarse hacinados, no pueden hacer uso del principal mecanismo de protección frente a la pandemia del Covid19: la llamada “distancia social”.
Era evidente que lo único que cabía como medida de protección era despenalizar. Esto no significaba abrir las puertas de par en par, produciendo mayor inquietud y zozobra en la sociedad, sino de establecer un plan inteligente y razonable que permitiera proteger a los más vulnerables y reducir los peligros que conlleva el hacinamiento. De modo tardío se adoptaron normas tan burocráticas que eran poco más que un saludo a la bandera. Tuvieron que producirse motines con su secuela de muertes, para que recién las autoridades del Ministerio de Justicia tomaran en serio el asunto. El presidente del INPE fue expectorado por inepto, camino que debió seguir el Ministro de Justicia que sigue calentando su sillón.
Según la Defensoría del Pueblo, a diciembre de 2019 existían 4,761 adultos mayores de sesenta años presos (225 mujeres y 4,536 varones). Habían 11, 536 internos/as con enfermedades crónicas entre tuberculosis, VIH-SIDA, diabetes, hipertensión arterial, cáncer, entre otras (Informe Especial N°03-2020 DP). Situación que demandaba una actuación inmediata del Estado frente a estos grupos de grave riesgo. ¿Acaso no era posible actuar con rapidez respecto a estos sectores? Autoridades incompetentes y en muchos casos corruptas respondieron con indolencia. El saldo es que al menos 220 internos ya murieron como consecuencia del Covid19, según las dudosas cifras proporcionadas por el Ministro de Justicia recientemente y habrá que ver los resultados cuando se sinceren las cifras y la verdad se abra paso. Tengamos en cuenta además que el tema está lejos de haberse superado.
En otros países frente a la crisis de la pandemia del Covid19 se adoptaron medidas para disminuir el hacinamiento de las cárceles, reforzar su sistema de salud y proteger a la población reclusa bajo responsabilidad del Estado. En Chile el Congreso aprobó una ley que permitía cambiar las condenas de cárcel por arresto domiciliario siempre que fueran personas adultas mayores, mujeres gestantes, mujeres que vivían acompañadas de sus hijos/as menores de dos años en prisión, con la excepción de no haber cometido delitos graves. Esto produjo un desencarcelamiento del 7%, largamente superior al del Perú que con las justas supera el 1%. En países como Irán se comprendió la urgencia de disminuir el hacinamiento de sus cárceles, decretando la prisión domiciliara temporal de 70,000 presos.
Reflexiones finales
Es momento de discutir seriamente, sin demagogia, el tema penitenciario y de la política criminal del Estado. No hay que dejarse arrinconar por el discurso autoritario de lo que Zaffaroni llama “criminología mediática”. En este campo, quizá más que en ningún otro, se está jugando el destino de la democracia. La construcción de un estado policiaco está en la medula del autoritarismo. Proponer de manera creativa políticas preventivas democráticas, con participación ciudadana y comunitaria es lo que corresponde.
He pasado 27 años en distintas prisiones, como diría José Martí, “viví en el monstruo y le conozco las entrañas”. Son un resumen del Perú y de sus tragedias. Son espacios de muchas ferocidades, ´pero también de muchas ternuras. Expresan mejor que nada el fondo de nuestros fracasos como sociedad.
No es que no vea que quienes ahí se encuentran recluidos han cometido actos muchas veces terribles y que hay quienes son capaces de las peores depravaciones. Pero de lo que estoy convencido es que nadie puede decir que no le toca una parte de la responsabilidad por esta situación.
Jóvenes de barrios pobres, sin mayores oportunidades laborales ni educativas, bombardeados por una publicidad que incita al consumo pero que los excluye de éste, con un sistema político e institucional corrupto hasta los huesos, ¿podemos sin cargo de conciencia simplemente condenarlos?
Esto es cuanto puedo decir respecto a un tema que me toca de cerca. Cumplí mi condena y salí en libertad el 2015. Muchos amigos que dejé ya no podrán hacer lo mismo.
Lima 15 de junio del 2019
ALBERTO GÁLVEZ OLAECHEA
Peruano. Socialista y escritor. Autor de varios libros, entre los que destacan: Desde el país de las sombras (2010), Puro cuento (2012), Con la palabra desarmada (2015), y Años utópicos (2018)