En Tu Nombre Mi Hermano, Soy Activista de Derechos Humanos

Perú

Cantuta No se Olvida
“Nuestro amor sostiene nuestra lucha, a pesar de todo. Con nuestras manos cogimos banderolas, carteles, fotografías y nos sostenemos entre nosotros, durante 27 años. Del dolor, la angustia y la esperanza florecieron nuestras Cantutas” #NoEstamosTodosNosFaltanCinco
#CantutaEnNuestraMemoria (del Facebook de Gisela Ortiz Perea, 16 de julio de 2019)*

Luis Enrique Ortiz Perea, mi hermano, tenía 21 años cuando fue secuestrado, el 18 de julio de 1992, de la vivienda universitaria en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, conocida como La Cantuta. Le gustó el deporte desde chiquito, en el jardín de infancia No. 02 de Chachapoyas, recibió su primera copa como goleador, por eso, quiso estudiar Cultura Física y Deportes en la UNE, pese a las dificultades económicas, la distancia entre Chosica y Lima, el estado de emergencia que se vivía a fines de los ochenta. Avanzó de acuerdo a lo que las circunstancias lo permitían, especialmente las largas huelgas. Estaba en el VIII ciclo. Su otra pasión, Periodismo, no pudo seguirla por razones económicas pese a ingresar a la Universidad Nacional de San Marcos. Nunca fue un excelente alumno, las matemáticas eran su terror, pero siempre leía.

Empiezo a escribir contándoles algo tan personal, porque hay muchas cosas que hago en su nombre. Ser activista de derechos humanos, por ejemplo, en un país con estigmas para quienes defendemos derechos a la vida, a la verdad, a la justicia[1]. En los últimos años, parte de la campaña de desinformación y post verdad que pretenden instaurar, principalmente quienes tienen responsabilidad política en violaciones a los derechos humanos, es señalar que las víctimas fueron terroristas, que sus familiares son terroristas, que los defensores de los derechos humanos, defienden terroristas.

El “terruqueo”[2] para todos quienes exigimos justicia como salida fácil para silenciarnos, para callarnos. No lo han logrado en 26 años y los familiares del caso La Cantuta seguimos levantando la voz para denunciar la impunidad, para señalar a los responsables del crimen de mi hermano y otras violaciones a los derechos humanos; para hacer memoria. El “terruqueo” es la estrategia fácil de quienes usan el miedo de los peruanos a las acciones terroristas de los 80 y 90, pretendiendo deslegitimar a quienes denuncian, a quienes luchan por derechos reconocidos en nuestra propia legislación y en tratados internacionales pero que algunos prefieren no lo recordemos[3].

La decisión de acabar con la vida de mi hermano fue política, sin duda, en medio de un gobierno autocrático que controlaba todos los poderes del Estado. Todas las decisiones de Estado venían de Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos o Nicolás Hermoza[4], quienes, además manifestaban públicamente este control de las instituciones y de las decisiones políticas. Así, la decisión de conformar un grupo armado, con agentes de inteligencia del ejército se tomó entre estos tres personajes en 1991. El escuadrón Colina como arma política para silenciar a los opositores del régimen o sembrar el terror mediante el ojo por ojo.

Tras el secuestro del profesor universitario Hugo Muñoz Sánchez y los nueve estudiantes de La Cantuta, en julio de 1992, los familiares recorrimos comisarías, DIRCOTE, cuarteles, hospitales, morgues buscando información, preguntando por el paradero de diez personas que, simplemente, los desaparecieron. Nadie sabía nada y si lo supieron, nadie nos dio una respuesta. El manejo político de la información desde el Servicio de Inteligencia Nacional hizo que este hecho no fuera noticia en los medios de comunicación, especialmente en la televisión de entonces. Salvo el diario La República, los medios nacionales no informaron de la desaparición de nuestros familiares.

Vivimos con la angustia de no saber dónde estaban, qué había pasado, a quién más preguntarle, dónde ir a buscarlos. Todo el año 1992, diez personas se esfumaron de una universidad controlada por los militares desde mayo de 1991, con un toque de queda de 9:00 pm a 6:00 am. A donde ingresar significaba control de documentos, preguntas. Solo eses control total, desde el poder político y militar, pudo permitir que los integrantes del grupo Colina, varones y mujeres, en automóviles, ingresaran a la universidad, en la madrugada del 18 de julio de 1992, para secuestrar a estas personas.

En medio de la incertidumbre y la angustia, los familiares decidimos buscarlos sin siquiera saber cómo hacerlo, interponiendo acciones legales en el poder judicial ya intervenido desde el 5 de abril de 1992[5] y denunciando ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos porque aquí, en nuestro país, no encontramos respuestas. Nuestro objetivo siempre fue encontrarlos con vida y esa esperanza la mantuvimos casi por un año; puede sonar extraño aferrarnos a esa esperanza de vida cuando no encuentras explicación a lo que se vive. Conversábamos entre nosotros sobre los lugares donde podrían estar detenidos: algún cuartel donde fueron llevados, alguna cárcel en donde los ingresaron ilegalmente. Recién en el año 1993, por el paso de los días, los meses, empezamos a conversar sobre esa posibilidad de que estuvieran muertos y enterrados clandestinamente en algún lugar. Pero, ¿Dónde?

Caminar esos días, en medio de seguimiento o amenazas, no fue fácil, pero tuvimos que visibilizarnos no sólo para ser escuchados sino, también, para proteger nuestras vidas.

Nuestras exigencias de verdad y justicia se hicieron más fuertes. A nuestras voces de familiares se sumaron la de organizaciones de derechos humanos, sindicatos, estudiantes, partidos políticos. La necesidad de saber qué había pasado, dónde estaban, quiénes eran los responsables y lograr que sean sancionados por este crimen ya no era solo una exigencia personal o familiar, ahora lo exigíamos miles de peruanos y peruanas en medio de un gobierno populista que usaba los sicosociales y al terrorismo como formas de distraer cualquier denuncia.[6]

Mucha de la verdad de lo ocurrido con nuestros familiares se descubrió en los años 90. Las fosas de Cieneguilla, descubiertas en julio de 1993, con los restos calcinados de algunas de las víctimas, nos contaron del nivel de maldad de los asesinos y sus cómplices; de la desesperación por desaparecer cualquier evidencia sobre el crimen cometido[7]. Los nombres de los integrantes del grupo Colina salieron a luz por las investigaciones de periodistas. Aunque el régimen de Fujimori nunca reconoció de la existencia de este grupo de asesinos, hoy sabemos que fueron parte de la estructura militar del ejército, que no fue un grupo paramilitar o por fuera del ejército sino un escuadrón de la muerte creado para asesinar. De todas las personas que fueron intervenidas por este grupo, en Lima o en el interior del país, ninguna quedó con vida, todos fueron asesinados ante la garantía de impunidad que el régimen les dio[8].

No pudimos avanzar mucho durante los 90 para garantizar nuestro derecho a la justicia. Ante el peligro de investigación por el fuero común, leyes con nombre propio fueron dadas por el Congreso para garantizar el silencio cómplice, así la Ley conocida como Ley Cantuta, permitió que la investigación del caso pasara al fuero militar, hecho que evitó se conociera el nombre de todos los implicados en este crimen y las conexiones con el poder político y militar de la época. En 1995, dos leyes de amnistía nos quitaron cualquier posibilidad de investigación de las violaciones a los derechos humanos y las condenas para los responsables.[9]

A partir del año 2001, con la caída del régimen de Fujimori y Montesinos y la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Barrios Altos contra el Estado peruano, en su punto resolutivo Nro. 4, señala: “Declarar que las leyes de amnistía Nº 26479 y Nº 26492 son incompatibles con la Convención Americana sobre Derechos Humanos y, en consecuencia, carecen de efectos jurídicos” es posible volver a denunciar estos crímenes y reabrir las investigaciones por la desaparición y muerte de nuestros familiares.[10]

Algunos años de juicios con sentencias condenatorias la mayoría de ellas, me debería hacer afirmar que hemos alcanzado justicia; sin embargo, cada vez que se ofende la memoria de las víctimas cuestionándolas por responsabilidades que no tuvieron, que no se investigaron cuando fueron detenidas ilegalmente, que no fueron juzgados pero que son los culpables que buscan para justificar un crimen cobarde e injusto; cuando los medios de comunicación desinforman sobre los hechos y siguen llamando ex presidente a una persona condenada por corrupción y violaciones a los derechos humanos; siento que esa justicia por la que tanto luchamos, la que defendemos como derecho, aún está lejos de cumplir con su rol reparador.

Muchas de las opiniones que se dan sobre el caso Cantuta no se hacen desde la mirada de las víctimas o sus familiares; desde la empatía necesaria para entendernos como país post conflicto. Se cree y así se pone el tema en la agenda pública, que sólo los sentenciados por este crimen tienen derecho a un indulto, amnistía o a vivir sus últimos años con su familia. Defienden que es mejor dar vuelta a la página, olvidar y vivir sin rencores.

El caso La Cantuta no es un caso cerrado, aún hay juicios contra los responsables que no empiezan; acusados con orden de captura desde hace 15 años, sin respuesta alguna; condenados que no pagan la reparación civil y víctimas que están desaparecidas. Han pasado 26 años de aquel doloroso 18 de julio de 1992 cuando nuestras vidas cambiaron y nos sigue haciendo daño la indiferencia de quienes creen que nuestros muertos son muertos ajenos, “los otros”; nos daña el olvido que se pretende imponer como símbolo de progreso: “los muertos del pasado”, como si ese pasado no formara parte de nuestra historia de la que debemos aprender para conocer y cuestionarnos. Nos hiere esa falta de memoria para reconocernos en el dolor de los familiares, de las comunidades que siguen llorando a sus muertos con todo el derecho de vivir su duelo.

Hay quienes ven odio en el ejercicio del derecho a la verdad y a la justicia de las víctimas. Nada más equivocado. Seguimos caminando fortalecidos en el amor a nuestros seres queridos, en la solidaridad que se expresa en las manifestaciones de quienes defienden la memoria y la justicia. Seguimos de pie por la dignidad de nuestra familia y por esta nueva identidad adquirida tras la injusticia, la de ser víctima.

Dicen que hablar sana, que las palabras tienen un poder sanador y creo en eso. He compartido mi testimonio muchas veces y en diferentes espacios como una forma de conversar sobre lo que he vivido y de no dejar que el dolor, la angustia y la impotencia frente a las injusticias, llenen mi alma. Compartir estas palabras es desahogarme para continuar.

En tu nombre, mi hermano.

[1] Desde que se resolvió el proceso de extradición de Fujimori desde Chile, en el año 2007, campañas de estigmatización contra los familiares del caso Cantuta, especialmente en mi contra, se incrementan en épocas de elecciones. Circulan en las redes difamaciones que atentan contra la dignidad de las víctimas y de los familiares.

[2] Augusto Álvarez Rodrich señala: “La estrategia política de Fuerza Popular (FP) se sustenta en el terruqueo y consiste en promover el miedo en la población para hacer creer que Sendero Luminoso está a la vuelta de la esquina lista para volver a lanzar coches bomba y asesinar gente (…)Es lo que la periodista Gabriela Wiener llamó hace un tiempo ‘terruquear’, es decir, atribuir una posición cercana al terrorismo, con un guion que repiten de manera articulada congresistas de FP como Carlos Tubino; medios de comunicación cercanos a esta corriente política; y las redes sociales que se ven inundadas gracias a un esfuerzo bien financiado (…)” Ver: https://larepublica.pe/politica/1231736-la-estrategia-politica-del-terruqueo

[3] Principio de acceso a la justicia, inciso 8 del artículo 139 de la Constitución, el cual establece “el principio de no dejar de administrar justicia por vacíos o deficiencias de la ley”

[4] //www.ipsnoticias.net/1997/12/peru-triunvirato-fujimori-hermoza-montesinos-a-punto-de-romperse/

[5] https://rpp.pe/politica/historia/5-de-abril-de-1992-el-autogolpe-de-estado-de-alberto-fujimori-noticia-951034

[6] https://redaccion.lamula.pe/2016/03/18/el-psicocial-de-la-virgen-de-alberto-y-keiko-fujimori/albertoniquen/

[7] En el juicio oral del caso Cantuta, realizado en la Base Naval del Callao, entre el 2003 y el 2008, escuchamos el testimonio de muchos integrantes del grupo Colina. Ellos narraron que fue el General Nicolás Hermoza Ríos quien, en abril de 1993, ordenó a Santiago Martín Rivas, jefe del grupo Colina, a desaparecer cualquier evidencia del caso Cantuta, llevando para ello, solo a algunos de los miembros del grupo, los más cercanos, ya que, por esas fechas, el Congreso Constituyente Democrático estaba investigando el caso y alguna información se filtraba a la prensa. Así, los Colina fueron al kilómetro 1.5 de la carretera Ramiro Prialé, en los terrenos de SEDAPAL donde ejecutaron a las víctimas y los enterraron, para desenterrar los cuerpos y trasladarlos a Cieneguilla, lugar donde fueron incinerados y vueltos a enterrar.

[8] Para más información, ver la sentencia de la Primera Sala Penal Especial del 08 de abril del 2008 en el expediente 03-2003 https://www.unifr.ch/ddp1/derechopenal/jurisprudencia/j_20080616_38.pdf

[9] Leyes de Amnistía Nº 26479 Y Nº 26492

[10] http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/Seriec_75_esp.pdf

IC. GISELA ORTIZ PEREA
Licenciada en Administración de Empresas por la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. Diplomados en Gestión Municipal por la Universidad César Vallejo de Trujillo. Gestión de Pequeñas Empresas por la Universidad ESAN. Responsabilidad Empresarial por la Universidad del Pacífico – VINCULAR de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
Desde el 2009 es Directora de Operaciones del Equipo Peruano de Antropología Forense –EPAF, organización no gubernamental que trabaja en la búsqueda e identificación de personas desaparecidas y en proyectos de desarrollo en comunidades afectadas por el conflicto.
Premio Nacional de Derechos Humanos “Ángel Escobar Jurado” otorgado por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos en 1993 y el 2007. Activista de derechos humanos desde 1992. Representante de los familiares del caso La Cantuta

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