Perú
Aprendizajes y desafíos a partir de la pandemia por el COVID-19
“Tanto se dice que las personas adultas mayores son vulnerables, las que están en mayor riesgo, las más pobres; y, ¿no será que, por el contrario, es el sistema el que está siendo pobre, los programas los que están en riesgo y los servicios los que son vulnerables?”
(Jenny Lowick-Russell, 2020)
Haydee Chamorro García
Al escuchar la citada aseveración de Jenny Lowick-Russell, trabajadora social chilena y Directora de la Sociedad de Geriatría y Gerontología del país hermano del sur, en un seminario realizado el año pasado[1] —ya situados en la virtualidad exponencial que produjo la pandemia—, me hizo mucho sentido su agudo cuestionamiento al sistema de salud y protección social de nuestro país, caracterizándolos como frágiles, pobres, en riesgo y, por ende, vulnerables; frente a la generalizada afirmación que se produjo en este contexto de pandemia por el COVID-19 en relación a las personas adultas mayores, categorizándolas como las más frágiles y vulnerables a tal punto de negar su capacidad de autonomía (ser) e independencia (hacer) a través de narrativas y prácticas de sobreprotección que impiden que decida por sí misma o, de requerir apoyos, limitan que sea parte de las decisiones que se tomen sobre su cuerpo.
Esta concepción, que es ciertamente viejista[2], está atravesada en la sociedad y durante el año 2020 ha agudizado la discriminación, marginación y exclusión de los viejos y las viejas[3] del mundo, a través de la sobreprotección hacia ellos/as, como ya se mencionó, pero también a través de prácticas de desprotección y violación de su derecho al acceso a la salud y protección social, asumiéndolos/as como sujetos —e incluso, como objetos[4]— “no priorizables de salvar”. Esta última situación se ha evidenciado sobre todo en países europeos, pero también, más tardíamente, en países de nuestra región.
En el presente artículo, se realizará un análisis y reflexión acerca de los aprendizajes y desafíos que nos ha generado multidimensionalmente la pandemia por el COVID-19 en relación a la fragilidad humana y también a la del sistema. Como señala Núñez et al. (2020, párr. 9), a través de prácticas (neo) eugenésicas de recortes estructurales presentes en el sistema, se han facilitado en esta pandemia la eliminación de aquellos cuerpos precarizados, o en términos de Butler (2018) “cuerpos que no importan”, incluyendo en ellos a los/as migrantes, trabajadores/as, disidencias sexuales y funcionales, personas adultas mayores, entre otros.
En ese sentido, se pretende realizar un análisis reflexivo sobre la temática en mención, situándonos específicamente en la situación de las personas adultas mayores que, en nuestro país son todas las personas que tienen de 60 a más años de edad[5]. Se enmarca la reflexión en el enfoque interseccional[6] y se tiene como hilo conductor el planteo de Butler (2010), asumiendo así la pandemia como una experiencia límite del sentido de la existencia del ser humano posmoderno[7].
Características sociosanitarias de las personas adultas mayores de hoy en el Perú
Desde junio de 2020, ha pasado un año de habernos encontrado en un momento de pico alto de contagio del COVID-19 en el país, con clara tendencia ascendente. De acuerdo al Informe Final del Grupo de Trabajo Técnico dependiente de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), al 22 de mayo de 2021 se identificó un total de 180 764 muertes por COVID-19 en todo el territorio peruano. De este total, como se puede visualizar en el gráfico adjunto, se evidencia que han existido riesgos de mortalidad más altos para personas de edad más avanzada, comparados con los grupos de edad más jóvenes. Por lo que, se ve una mayor proporción de cantidad de personas de 60 años a más fallecidas que, para ser exactos, asciende al 70% del total.
A diciembre del 2020, de acuerdo al Informe Técnico Trimestral que presenta el INEI sobre la situación de la población adulta mayor (2021, p. 1), la proporción de este grupo etario en el país es de 12.7%, equivalente a 4 millones 140 000 personas, de las cuales el 52.4% son mujeres y el 47.6%, hombres[8]. En relación a la situación de salud, el 82.3% de la población adulta mayor femenina presentó algún problema de salud crónico acaeciendo generalmente en una situación de comorbilidad[9]; siendo en el caso de la población masculina, el 69.1% (p. 9). Asimismo, del total de la población que tiene una discapacidad, el 47.6% son personas adultas mayores. En el caso de las mujeres con discapacidad, el 50.7% son adultas mayores; mientras que, en los hombres con discapacidad, el 44.6% son adultos mayores (p. 11). Cabe mencionar que, el 30.5% de las personas adultas mayores tiene dos o más discapacidades. Por otro lado, el 85.5% del total de personas adultas mayores tiene algún seguro de salud, sea público o privado (p. 9), teniendo la mayoría afiliación al Sistema Integral de Salud (SIS).
Como se ha podido evidenciar, existe una proporción significativa de personas adultas mayores con enfermedades no transmisibles (crónicas), siendo en su mayoría mujeres. Esta condición ciertamente coloca a las personas adultas mayores en una situación de mayor riesgo de contagio de alguna otra enfermedad o virus, como el COVID-19. Teniendo conocimiento de esta condición presente en muchas personas de este grupo etario cada vez más creciente, distintos organismos internacionales, así como instancias nacionales —gubernamentales y no gubernamentales— han presentado durante el 2020 documentos normativos y técnicos con una serie de recomendaciones para el tratamiento y abordaje del COVID-19 en las personas adultas mayores como grupo social prioritario, y así asegurar la accesibilidad de servicios y atención. Un ejemplo muy ilustrativo es la publicación que hizo en el mes de abril la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL), “Recomendaciones generales para la atención a personas mayores desde una perspectiva de derechos humanos”[10].
Sin embargo, no es la edad en sí misma la que significa un factor de riesgo, sino es la co/morbilidad. Y, a su vez, la co/morbilidad en las personas adultas mayores no ha sido el único factor de riesgo que determinó su vulnerabilidad frente al COVID-19; de igual manera en el caso de las personas con discapacidad (de distintos grupos etarios). Es sobre esta evidencia que el cuestionamiento que hace Lowick-Russell tiene muchísimo sentido. Existe una precarización estructural enquistada en el sistema de salud pública del país, la cual se ha agravado con el paso del tiempo por las políticas de corte neoliberal que han continuado y fortalecido la privatización de los sistemas y servicios de protección social, como aseveran Núñez et al. (2020, párr. 11). Por ende, la pandemia por el COVID-19 no solo nos ha encontrado con nuestra condición humana de fragilidad por naturaleza —más allá de nuestra edad—, con nuestra finitud y los límites que aún puede tener la ciencia para resolver nuevos problemas y complejidades de la existencia humana; sino también nos ha demostrado crudamente la enorme fragilidad del sistema y su incapacidad de respuesta adecuada a la demanda de servicios de salud pública para la prevención y control (promoción de la salud), como para el tratamiento y mitigación.
Presencias y ausencias determinantes para la vulnerabilidad de las personas adultas mayores frente al COVID-19
Presencia de comorbilidad en nuestro cuerpo
Como ya se ha visto, existe un alto índice de comorbilidad en la población adulta mayor y, en general, este índice es significativo a nivel nacional en los distintos grupos etarios a partir de los 15 años de edad, como lo presenta un informe del INEI (2020) que da cuenta de los factores de riesgo asociados a las complicaciones por COVID-19[11],[12], indicando que a nivel nacional, el 37.2% de las personas de 15 a más años de edad presentan condición de comorbilidad: hipertensión arterial, diabetes mellitus u obesidad, así como procesos cancerígenos; siendo esta proporción mayor en las zonas urbanas (p. 9). Esta situación ha tenido un fuerte impacto en el contexto de pandemia, evidenciando que todos y todas compartimos una experiencia común de contingencia y vulnerabilidad; porque si bien ha sido uno de los factores determinantes de la muerte de muchísimas personas adultas mayores, también lo ha sido para muchas personas jóvenes y adultas.
Indudablemente, esta es una de las causales más impactantes, la cual ha agudizado la complejidad de los casos de contagio y muerte. Como señaló Preciado (2020, párr. 5), el COVID-19 ha actuado a nuestra imagen y semejanza como sociedad, como país, no haciendo más que replicar y extender a toda la población, las formas dominantes de gestión biopolítica y necropolítica que ya estaban trabajando sobre el territorio nacional. El COVID-19 ha traído consigo una crisis multidimensional y, por ende, la agudización de las precariedades en todo nivel.
Ausencia de respuesta efectiva del sistema de salud
Ante la incapacidad de respuesta efectiva del sistema de salud pública, como señala Núñez et al. (2020, párr. 11), prácticamente se ha obligado a los equipos sanitarios a resolver desde su propia responsabilidad ética dilemas tales como el de “la última cama” presentados en el día a día durante el proceso de la pandemia y aun más, en los episodios de picos más altos, al tener insuficiente soporte estatal, recursos, equipamiento y medios escasos, que no alcanzaban para todas las personas que ingresaban a los centros de salud por el contagio y agravamiento de su situación clínica. Esta terrible ausencia generó que muchos/as profesionales de la salud comenzaran a decidir qué vidas tienen menos valor, qué vidas importan más, en suma, qué vidas salvar y qué otras dejar (morir).
Al respecto, el 17 de mayo de 2020, un médico intensivista del Hospital 2 de mayo de Lima y presidente de la Sociedad Peruana de Medicina Intensiva (Sopemi) declaró a los medios masivos que habían entrado a una fase selectiva entre la capacidad de recuperación de un paciente COVID-19 frente a otro, afirmando que no estaban permitiendo el ingreso de personas adultas mayores a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI)[13]. Al saber estas declaraciones, distintas organizaciones civiles[14] y profesionales así como la entidad rectora en materia de personas adultas mayores (Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables – MIMP) y la Defensoría del Pueblo se pronunciaron exigiendo la anulación de esta medida selectiva —y fuertemente discriminatoria— e instando a las entidades competentes a garantizar el acceso al servicio de salud a todas las personas sin distinción de edad, raza, etnia, género, funcionalidad, situación socioeconómica; a fin de asegurar que, palabras de Butler (2020, párr. 8), ninguna vida sea desechable.
Ese, sin embargo, no ha sido el único problema: la falta de recursos humanos fue —y aún es— muy evidente. De acuerdo a un reportaje de Ojo Público (2021, párr. 11), según el Colegio Médico del Perú (CMP), a febrero de 2021, hay poco más de 730 médicos intensivistas colegiados en todo el país. Sin embargo, solo 550 se encuentran en actividad, pues muchos de ellos dejaron sus labores por tener más de 60 años o presentar alguna comorbilidad. El número ideal de profesionales, indica la Sopemi, debería ser por lo menos 1 250 en todo el país. Esta es una situación análoga a la insuficiencia de profesionales de medicina geriátrica.
Ausencia de hábitos saludables
En una estructura social en la que prima el consumismo, la acumulación y la extrema competencia por quien tiene o produce más, tener hábitos saludables no es para muchas personas una práctica prioritaria; de hecho, suele estar ausente de la cotidianidad de muchas familias y comunidades, sobre todo de las áreas urbanas.
Desde la perspectiva del curso de vida, la vejez es una realidad diversa, dinámica y transhistórica, en la cual la persona vive su presente que está a su vez acompañado de los efectos de las herencias genéticas, recursos, hábitos, relaciones, costumbres y eventos que ha tenido a lo largo de toda su vida. Cabe mencionar que, el tener hábitos saludables no solo depende de la determinación individual —que es sumamente importante— sino que, al estar dentro de un sistema que, como se ha visto, genera el consumismo y el afán de acumulación y competencia, también tiene factores de fondo estructural, tales como las brechas económicas y por ende, la explotación y precarización laboral; así como el no acceso a los servicios educativos, de salud y protección social que fortalecen las capacidades de las personas para el fortalecimiento de su sistema inmunológico y la prevención de enfermedades no transmisibles.
Tener una alimentación balanceada y rica en nutrientes, realizar actividad física, tener adecuadas horas de descanso y tener información verídica acerca del cuidado de la salud mental para el manejo del estrés, entre otros, no debe ser un privilegio de pocos. Pero esto amerita un cambio sistémico.
Presencia de situaciones de soledad no deseada / abandono
De acuerdo a un informe técnico elaborado por el INEI en el 2018, del total de personas adultas mayores en el país, el 38.4% viven solas. De este total, el 61.8% vive con otra persona igualmente adulta mayor, que puede ser el o la cónyuge u otra persona con quien les una alguna relación de parentesco o amistad; y, el 38.2% viven completamente solas, es decir, en un hogar unipersonal. Las mujeres mayores de 70 años representan una proporción mayor que los hombres en este grupo (p. 9). Esto se podría relacionar a la feminización de la vejez, fenómeno producido por la mayor longevidad de las mujeres, en contraste con la de los hombres; así mismo, se relaciona con la situación de viudez y nido vacío en la que viven muchas mujeres adultas mayores al no volver a contraer una relación de pareja, a diferencia que sus pares etarios hombres. Finalmente, se evidencia situaciones de abandono que afecta tanto a mujeres como a hombres adultos/as mayores; es decir, que, en contra de su voluntad, sus familiares —generalmente hijos/as— se desvinculan totalmente.
Vivir solo/a no necesariamente debería significar un problema, ya que si la persona adulta mayor decide autónomamente vivir sola se debe respetar su determinación, y como sociedad y Estado, ofrecer diversos servicios para que ella y/o su familia o referente social (en coordinación con la persona adulta mayor) pueda acceder para lo que requiera, y así se garantice su bienestar y calidad de vida.
Presencia de altos índices de pobreza y extrema pobreza
Como se señala en un reporte de las Naciones Unidas (marzo, 2020)[15], el COVID-19 ha revelado la fragilidad de nuestras economías. Esta pandemia, como se ha visto, no solo ha significado una crisis sanitaria, también ha generado una crisis social y económica en gran magnitud. Al respecto, el Director General de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Guy Ryder, aseveró que las acciones globales e individuales como Estado deben responder principalmente a las necesidades de quienes se encuentran en mayor situación de vulnerabilidad. Los Estados a nivel mundial, como nuestro país, han puesto en marcha acciones de soporte económico, como la entrega de bonos. Sin embargo, los esfuerzos realizados fueron y aún continúan siendo insuficientes.
De acuerdo a un informe del INEI presentado el 14 de mayo de 2021, en el año 2020 la pobreza monetaria afectó al 30.1% de la población del país, incrementándose en 9.9 puntos porcentuales en comparación con el año 2019. El INEI señala que, el aumento de la pobreza estaría asociado a la paralización de la mayoría de las actividades económicas, ante el Estado de Emergencia Nacional y el aislamiento social obligatorio por la presencia del virus en el país.
La pobreza es una condición multidimensional que incrementaría los riesgos a enfermar y hasta morir de las personas adultas mayores (INEI, 2020, p. 16). En el año 2019 en el Perú, de cada 100 personas adultas mayores, casi 15 se encontraban en condición de pobreza, es decir, que su nivel de gasto no cubría el costo de una canasta alimentaria y no alimentaria. En el área rural, la pobreza afectaba a más del doble (32%). De acuerdo a información de la Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) presente en el citado informe del INEI, se evidenció que 6 de cada 10 personas de 60 años y más de edad se encontraban en desprotección al no contar con ningún tipo de pensión contributiva ni no contributiva. La brecha de acceso al soporte económico es aún grande en la población adulta mayor y se requiere de mayores esfuerzos para su disminución y progresiva erradicación. La desigualdad, producto de un frágil y selectivo sistema económico, agudiza la fragilidad humana de los “menos privilegiados”.
Como afirma Butler (2020, párr. 8), el virus nos ha conectado en términos de la fragilidad y vulnerabilidad humana, a través del encuentro próximo —y muchas veces inesperado— con situaciones extrañas y desconocidas; pero esta precoz y potencial igualdad es transfigurada en un mundo social y económico que impone sus variadas formas de desigualdad, así como la demarcación clara de las vidas que deben ser desechables. En ese sentido, la autora señala que, las comunidades de cuidado que se logren construir pueden prefigurar una forma de igualdad social más radical, pero si estas permanecen circunscritas por la comunidad local, el lenguaje y la nación no se verá una exitosa transformación de estas experiencias comunitarias en una política global. Butler convoca a desarrollar la potencial interconexión de una solidaridad global a partir de la cual se construyan políticas para todos y todas pensadas/os en igualdad.
Tal y como afirma Béjar (2011, p. 11):
“Una política para pobres, se ha dicho, siempre será una pobre política. Una vez caridad, será siempre caridad. Lo importante es abordar las causas, ir a las raíces y construir justicia, dignidad y ciudadanía desde la base espiritual, mental, social y económica”.
Ausencia de accesibilidad a medios de comunicación e información /Aislamiento
Como afirma Preciado (2020, párr. 15), desde hace ya algunas décadas y sobre todo en estos últimos tiempos de inexorable virtualidad, estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de una sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía industrial a una economía inmaterial. Una gran parte de la población se vio obligada a migrar a la virtualidad para seguir su cotidianidad. Sin embargo, la brecha de acceso a los medios o dispositivos de comunicación e información sigue siendo significativa, sobre todo para las personas adultas mayores. Muchas de ellas no solo tienen la limitación económica para acceder al uso de celular básico o celular inteligente, así como al internet, sino también el desconocimiento de su manejo. Asimismo, las señales que tienen las grandes empresas de comunicación e información aún no llegan a todo el territorio del país.
A diciembre de 2020, el 94.3% de los hogares del país tienen al menos una Tecnología de Información y Comunicación (TIC) (INEI, 2021, p. 1). Según el informe, el acceso a las TIC en los hogares cuyo jefe/a cuenta con educación secundaria o más nivel educativo presenta una cobertura casi total. En relación al acceso a computadora e internet, el 33.5% del total de población peruana tiene acceso a al menos una computadora en casa y el 45% tiene acceso a internet. Finalmente, en el uso de la telefonía móvil se muestra una diferencia por grupos de edad, siendo los grupos de entre 12 y 59 años los que usan en mayor proporción la telefonía móvil, ascendente al 90%; en el caso de las personas adultas mayores, el 78.3% tiene acceso a estas TIC.
Aún hay muchas personas adultas mayores que no tienen acceso a alguna TIC para que en una cotidianidad de estar mayor tiempo en casa, de igual manera mantengan “en contacto” con su entorno social y familiar, así como puedan acceder a servicios de acompañamiento y monitoreo a distancia que durante la pandemia han comenzado a desarrollarse, tales como la Red de Soporte Amachay, u otros que han cambiado la modalidad de entrega de sus intervenciones a la virtualidad, como los Centros del Adulto Mayor de Essalud (CAM), los Centros de Cuidado Diurno del INABIF, y los Centros Integrales de Atención al Adulto Mayor (CIAM) de los Gobiernos Locales. Diversas investigaciones han dado cuenta de la importancia de estar en contacto y socializar para la salud mental y por ende, la salud integral de la persona. La ausencia de acceso a las TIC ciertamente significa un gran perjuicio para el bienestar de la persona adulta mayor.
Presencia de viejismo estructural
La discriminación por edad en la vejez se denomina viejismo y se manifiesta a través de estereotipos, prejuicios y comportamientos negativos que tenemos hacia las personas adultas mayores en función de su edad. Al igual que el machismo y el sexismo, así como el racismo, el viejismo está presente multidimensionalmente en la estructura social y con el paso del tiempo se ha arraigado en el imaginario de personas de todas las edades, incluyendo a las que hoy viven su vejez. Ya en el país a través de la Política Nacional Multisectorial para las Personas Adultas Mayores al 2030, se está comenzando a visibilizar el viejismo estructural, problemática que da cuenta de la vulneración del derecho al buen trato hacia las personas adultas mayores, del inadecuado cuidado para ellas, del inadecuado sistema de salud y su capacidad de respuesta, del sistema previsional no sostenible, del inadecuado sistema educativo, y de la exclusión de los espacios de participación social y productiva.
El viejismo estructural está atravesado en nuestra sociedad y la pandemia por el COVID-19 lo ha puesto en relieve. Esta discriminación tan arraigada en el imaginario no solo de los/as ciudadanos/as de a pie, sino también de quienes ejercen roles de toma de decisión determinante para la salud de las personas y su bienestar ha generado poner en marcha necropolíticas hacia esta población etaria, en lugar de garantizar la viabilidad de su vida. Hay mucho por deconstruir, y esta tarea involucra a todos y todas.
Aprendizajes en torno a la fragilidad de los cuerpos y la interdependencia humana
La pandemia por el COVID-19 nos ha dejado muchos aprendizajes; de hecho, aún no terminamos de aprender y comprender completamente las características y efectos de este virus porque aún está presente y continúa desarrollando variantes. Diversos equipos científicos siguen trabajando para conocer más acerca de este virus y sus efectos a corto, mediano y largo plazo, y así proponer estrategias para su prevención, control y mitigación.
Del mismo modo, hoy se están realizando imparablemente las campañas de vacunación contra el virus. En el Perú, se proyecta culminar con la vacunación a las personas adultas mayores (60+) al finalizar el mes de junio. En todo este proceso, “No bajar la guardia” es una de las consignas clave a fin de evitar el contagio tanto en la misma población ya vacunada como en quienes aún no lo están que, son en gran mayoría jóvenes.
El COVID-19 nos ha enseñado algo que deberíamos haberlo tenido siempre presente. Nos ha enseñado que debemos asumir con responsabilidad la fragilidad de nuestro cuerpo en tanto seres humanos. Como señala Ortega (2021, p. 273), la humanidad ha tenido que reconocer que la rancia naturaleza, inconquistable, cambiante, inaprehensible, se ha confrontado con la fragilidad y vulnerabilidad que entraña la existencia humana; no solo ha amenazado los complejos y desgastados sistemas económico-políticos tradicionales, sino que ha ido más allá al romper con supuestos categoriales que han conducido a un estado de histeria y paranoia del pensamiento humano. El autor también hace mención a Arendt (1968), quien afirmaba que es dable el advertir como el ser humano pensado no necesariamente es y agota al ser humano verdaderamente viviente. En ese sentido, es totalmente evidente que hemos tenido que comenzar a repensar nuestro ser y nuestra vida en el día a día, al ver como muchos familiares, amistades, vecinos/as, personas que jamás podríamos imaginar, comenzaban a enfermar y morir; y nosotros/as mismos/as también encontrarnos de muy cerca o en carne propia en esta situación.
De acuerdo con Ortega (2021, p. 273), en este contexto que nos ha encontrado con situaciones límites y condiciones humanas como la fragilidad, la necesidad, el miedo y la vulnerabilidad que experimenta todo ser humano, nos comenzamos a preguntar sobre el sentido que tienen, y las causas de fondo de esta pandemia, así como todo aquello que continúa perpetuando las desigualdades. Queremos aprehender más el mundo y buscamos un cambio.
Asimismo, el COVID-19 nos ha demostrado la gran importancia que tiene la interdependencia humana y que debemos asumirla desde una mirada corresponsable. Sin embargo, al persistir las economías del cuidado generizadas y precarizadas, lograr el desarrollo de prácticas de corresponsabilidad a nivel micro, meso y macro en la sociedad será una tarea ciertamente difícil, como lo hemos podido evidenciar en este contexto. En ese sentido, diversos autores del campo gerontológico y otros campos de conocimiento plantean la necesidad de una adecuada comprensión de nuestra independencia a lo largo del curso de vida y, en particular, en la vejez, para lo cual es fundamental enmarcarla en nuestra interdependencia constitutiva.
La interdependencia como concepto y enfoque afirma que la independencia plena no solo no existe nunca, sino que es extraña a la condición humana. De acuerdo con lo que señala Etxeberria (2017, p. 1), el que seamos seres intrínsecamente sociales significa que siempre somos interdependientes: nuestras independencias parciales se engarzan con dependencias parciales en nosotros/as que, amparadas convenientemente, hacen posibles a las primeras; y nuestras dependencias parciales se resuelven positivamente si abocan a la recepción de apoyos pertinentes de quienes tienen independencias. Estas independencias e interdependencias varían significativamente a lo largo de nuestro curso de vida, varían en modos e intensidades complejamente conectadas.
La interdependencia nos muestra que nuestras dependencias reales —y diversas— no deben ser exclusivamente atribuidas a deficiencias de funcionalidad de nuestro cuerpo para la realización de acciones necesarias y valiosas; en contraste, deben ser atribuidas a la interacción entre las deficiencias funcionales (relacionadas a las capacidades intrínsecas[16]) y las estructuras y dinámicas sociales, el entorno. En nuestra sociedad, persisten actitudes y comportamientos viejistas y capacitistas[17] que profundizan la exclusión y estigmatización de las personas diversofuncionales (Núñez et al., 2020, párr. 2); por lo que, nos espera una ardua tarea para ser una sociedad con una clara expresión global y general de la interdependencia y corresponsabilidad por parte de los individuos, la familia, la comunidad, el mercado y el Estado.
Desafíos para un escenario de “recuperación” post COVID-19
Existen diversos informes y documentos técnicos realizados por organismos internacionales (ONU y CEPAL)[18],[19],[20] que determinan este escenario como el de “recuperación” post emergencia sociosanitaria del COVID-19, en el que se ha controlado en un gran nivel —no en su totalidad— el contagio del virus a razón de haber culminado con el proceso de inmunización y en el que, por lo tanto, se debe buscar atender los efectos secundarios de carácter biopsicosocial generados por el periodo de crisis estructural a toda la población y en particular a quienes por diversas razones se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad, como las personas adultas mayores. Estos informes brindan un análisis de los efectos e impactos multidimensionales en el bienestar de la población adulta mayor y enfatizan en la importancia de incluirla en los planes de salida de esta crisis a futuro.
Las Naciones Unidas (2020)[21] advierte que si no se cuenta con respuestas urgentes que aborden los impactos sociales y económicos de la pandemia del COVID-19, el sufrimiento mundial aumentará, poniendo en peligro las vidas y medios de subsistencia en los próximos años. Para ello, esta instancia proporciona una estrategia para la respuesta socioeconómica urgente que deben tener los Estados, basada en cinco pilares críticos: protección de los servicios y sistemas de salud; protección social y servicios básicos; protección de los empleos y pequeñas y medianas empresas, y los actores productivos más vulnerables; respuesta macroeconómica y colaboración multilateral; y cohesión social y resiliencia comunitaria.
Al respecto, un desafío que tenemos como país es el fortalecimiento y ampliación de los sistemas de salud y protección social, con énfasis en los servicios de salud primaria y de promoción de la salud comunitaria para la orientación y prevención de enfermedades, para el fortalecimiento nutricional y garantizar el aseguramiento universal a través de acompañamiento y monitoreo con enfoque universal y priorización de acceso de acuerdo a características que dan cuenta de mayor vulnerabilidad, como la condición de comorbilidad y dependencia funcional por algún tipo de discapacidad, así como la edad en la adultez mayor, basándonos en la atención preferente señalada como derecho en la normativa nacional y en la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores. Se requerirá de nuevos enfoques y estrategias para el mantenimiento y fortalecimiento de la funcionalidad de las personas adultas mayores y así, promover el envejecimiento saludable, desde el cual la persona tiene capacidad de ser lo que para ella es significativo.
El foco de la atención primaria en salud debe estar puesto en optimizar las capacidades intrínsecas (condiciones mentales y físicas) y con ello, la capacidad funcional de las personas adultas mayores a través de una atención integral y centrada en sus necesidades, así como empática y respetuosa a sus saberes y cultura. Asimismo, como se mencionó anteriormente, la promoción de la salud es clave. Tradicionalmente, la atención de salud de la población adulta mayor se ha enfocado en las enfermedades priorizando diagnósticos y tratamientos específicos; sin embargo, al solo concentrarse en la enfermedad, se puede pasar por alto problemas de movilidad, nutrición, audición, memoria, etc. que son condiciones que están estrechamente vinculadas con la disminución de su capacidad intrínseca que, al no ser abordadas para su fortalecimiento, en un largo plazo podría afectar su capacidad funcional. Esto conlleva a un cambio de paradigma, comprender que la vejez no es sinónimo de enfermedad y que la salud y vivir un envejecimiento saludable no significa la ausencia de enfermedad.
En esa misma línea, la CEPAL (2020) a través de su informe “Desafíos para la protección de las personas mayores y sus derechos frente a la pandemia de COVID-19”, señala que la pandemia ha traído consigo consecuencias económicas, sociales y psicológicas, y que por ello el contexto post COVID-19 es la oportunidad para el fomento del envejecimiento saludable y también del ejercicio de derechos humanos y la dignidad de las personas adultas mayores (p. 31). Entre la serie de recomendaciones que presenta, se considera muy relevante el llamado que hacen a los Estados para orientar sus políticas de protección social reconociendo que las personas adultas mayores en razón de su edad continúan siendo vulneradas, discriminadas y son víctimas de abusos y maltratos que afectan el goce y ejercicio de sus derechos. Esta instancia también recomienda que se garantice la optimización del acceso a la atención primaria de salud y a pensiones, afirmando que al identificar a personas adultas mayores que no cuentan con un soporte económico ni seguro de salud, debe ser prioritario garantizar su acceso a estos a través de su afiliación a los servicios respectivos.
Como se muestra en el esquema adjunto a continuación, el cambio de paradigma en relación a la vejez y los sujetos que son parte de ella debe partir en la concepción que tenemos hacia las personas adultas mayores. Ellas no son vulnerables en sí mismas; son vulneradas en tanto que existe en el sistema, como se ha descrito a lo largo del artículo, una vulneración sistemática de derechos humanos y una división entre seres humanos cuyas vidas importan y de quienes no.
De igual manera, tenemos el desafío de cambiar el imaginario social que concibe a la persona adulta mayor como “objeto de cuidado”, ejerciendo sobreprotección hacia ella anulándole su autonomía o, por otro lado, desprotegiéndola y abandonándola, negando su ser como una vida que importa. Desde el paradigma de derechos humanos, la persona adulta mayor es un sujeto de derechos y por ende también ejerce responsabilidades conforme a sus decisiones, roles y capacidades funcionales. Es una persona que, como todos y todas, se encuentra en un marco de interdependencia y que, como en muchos casos, puede realizar por sí misma sus actividades de vida diaria; como en otros, puede requerir apoyos y cuidados específicos al encontrarse en condición de fragilidad o dependencia funcional. Al respecto, será clave la corresponsabilidad atravesada en todo nivel, rompiendo con los mandatos sociales del cuidado generizado.
Como las distintas etapas que transcurrimos en nuestro curso vital, la vejez no es homogénea; por el contrario, es muy heterogénea, y la dignidad y respeto debe abarcar toda esta heterogeneidad. Todas las vejeces deben ser reconocidas en sus derechos.
A modo de conclusión, “para que no se repita…”
Para que no se repita esta situación límite que nos encontró “inesperadamente y sin preparación”, razón por la cual muchísimas personas quedaron atrás, es sumamente importante que las políticas públicas a través de sus enfoques, objetivos y metas, hagan más robustos programas y servicios de salud y protección social. Como afirmara De Beauvoir en 1983, no podemos conformarnos con reclamar una ‘política de la vejez’ más generosa, un aumento de las pensiones, alojamientos sanos, y espacios de ocios organizados; para garantizar la justicia social y el ejercicio de derechos humanos, todo el sistema está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical a fin de cambiar la vida, hacerla viable y digna para todos y todas sin distinción.
Desde el Trabajo Social tenemos mucho que aportar, porque contamos con conocimientos y herramientas metodológicas que nos permiten ver más allá de lo evidente y como afirma Héctor Béjar, abordar la cuestión social a partir de sus raíces, desde las más profundas.
Como afirma Carballeda (2020), las y los trabajadores sociales sabemos que, como toda enfermedad, el COVID–19 es una enfermedad social, es decir, no puede ni debe ser pensada solo desde la medicina, la biología o los efectos psicológicos. Lo social la atraviesa totalmente, dándole sentido, visibilizando la heterogeneidad de su desarrollo, y analizando sus impactos tanto a nivel singular como territorial. Desde el Trabajo Social se tiene la capacidad de mirar lo singular (los individuos, los colectivos en su cotidianidad) sin perder de vista lo estructural y sistemático situado territorialmente; se tiene la capacidad de analizar y hacer visible lo micro y lo macrosocial desde una perspectiva situada e interseccional (citado en Chamorro, 2020, p. 7).
Para que no se repitan los dilemas éticos como el de “la última cama”, es sumamente necesario —si aún no lo hemos hecho— comenzar a deconstruir (repensar críticamente los constructos sociales establecidos) los estereotipos y prejuicios negativos arraigados en relación a las personas adultas mayores, y hacerlo desde la mirada de complejidad que considera toda la diversidad presente en lo social, que nos permite intersectar categorías y sobre ellas, situaciones de discriminación que sumándose unas con otras en un mismo caso generan discriminación y violencia múltiple. Tenemos que comenzar esta desconstrucción mirándonos a nosotros/as mismos/as como viejos y viejas en unos años más, pues si continuamos viviendo, lo seremos y debemos vivir, al igual que todos y todas, con dignidad.
Más allá de la edad biológica (nuestros años de vida) que tengamos hoy, el COVID-19 nos ha hecho el llamado de cuidarnos, y si no sabemos cómo hacerlo, aprender, orientarnos mutuamente, buscar información verídica y como Estado, brindarla y garantizar acceso a servicios de calidad y con calidez.
Todos y todas tenemos el derecho de vivir, envejeciendo saludable y activamente. Todos y todas tenemos el derecho sabernos interdependientes y a su vez, reconocernos en relaciones recíprocas de corresponsabilidad. Todos y todas merecemos un Estado corresponsable que garantice la viabilidad todas las vidas, incluidas las no humanas, como nuestra pachamama.
Fuentes de referencia:
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[1] Seminario virtual “Una mirada a las condiciones de las personas mayores en tiempos de crisis. Problemáticas y desafíos para el Trabajo Social”, organizado por la Escuela de Trabajo Social de la Universidad Andrés Bello de Viña del Mar, Chile. 29 de julio, 2020. Recuperado de: https://bit.ly/3gDpjW6
[2] De discriminación por edad en la vejez (viejismo).
[3] De acuerdo con el planteamiento de diversos autores, como Yuni (citado por Ludi, 2012), en este artículo se considera correcto la forma normativa de nombrar a toda persona mayor de 60 años que, en Perú es persona adulta mayor (como establece la norma del país); como también la forma científica de nombrarla, la cual parte del término “vejez”, es decir, viejo o vieja.
[4] Con base en diversos planteamientos desde las Ciencias Sociales y del Campo Gerontológico en particular, se evidencia en la práctica del día a día una concepción de la persona adulta mayor que, en lugar de verla como sujeto de derechos la objetiviza; es decir, le retira toda posibilidad de ser y estar activa, de hacer, de decir y decidir.
[5] Artículo 2° de la Ley N°30490 Ley de la Persona Adulta Mayor. Disponible en: https://bit.ly/3gBP9Lo
[6] Es una herramienta para el análisis de las múltiples discriminaciones que sufren las personas de manera individual y colectiva, sobre todo las mujeres; este enfoque nos ayuda a entender de qué manera las diferentes variables (sociales, culturales, económicas, religiosas, étnicas, generacional, etc.) influyen sobre el acceso a derechos y oportunidades, por ejemplo, ser mujer adulta mayor, indígena y tener discapacidad. Así, el análisis interseccional tiene como objetivo revelar las variadas identidades, exponer los diferentes tipos de discriminación y desventaja que se dan como consecuencia de la combinación de estas (Asociación para los Derechos de la Mujer y el Desarrollo-AWID (2004). Derechos de las mujeres y cambio económico. N°9, agosto 2004. Recuperado de: https://bit.ly/3gFzt8r. Citado en: Política Nacional Multisectorial para las Personas Adultas Mayores al 2030. Disponible en: https://bit.ly/3iWNqS6
[7] Ortega, Remberto (2021). La pandemia del Covid-19 como experiencia límite del sentido de la existencia del ser humano posmoderno. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 30, pp. 273-296. Disponible en: https://bit.ly/3cOzqGy
[8] Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (INEI). Nota de Prensa N°121 con fecha 25 de agosto de 2020. Disponible en: https://bit.ly/3cP97A2
[9] Presencia de más de una enfermedad crónica en el cuerpo humano.
[10] Huenchuan, S. (2020). COVID-19: Recomendaciones generales para la atención a personas mayores desde una perspectiva de derechos humanos (LC/MEX/TS.2020/6/Rev.1), Ciudad de México: Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Disponible en: https://bit.ly/3gERGmN
[11] Instituto Nacional de Estadística e Informática. (Junio, 2020). Perú: Factores de riesgo asociados a complicaciones por COVID-19. Endes 2018-2019. Lima: INEI. Disponible en: https://bit.ly/3vz1S5t
[12] En este informe se define a las comorbilidades como factores de riesgo asociadas a complicaciones por COVID-19, son la hipertensión arterial, sobre todo si no es controlada; las enfermedades cardiovasculares graves, el cáncer, la Diabetes Mellitus. Las personas que presentan estas características individuales, se asocian a mayor riesgo de complicaciones por COVID-19, si son contagiadas (p. 9).
[13] Diario La República. (17 de mayo de 2020). Disponible en: https://larepublica.pe/sociedad/2020/05/17/coronavirus-en-peru-no-estamos-permitiendo-adultos-mayores-en-uci-confirma-presidente-de-la-sociedad-peruana-de-medicina-intensiva/?ref=lre
[14] Una de las organizaciones que se pronunciaron fue la Mesa de Concertación sobre Personas Adultas Mayores. Disponible en: https://bit.ly/35vS95E
[15] Noticias ONU. (27 de Marzo de 2020). El Coronavirus ha revelado la fragilidad de nuestras economías. Disponible en: https://bit.ly/35zJleM
[16] Organización Mundial de la Salud. (2015). Informe Mundial sobre el envejecimiento y la salud. Disponible en: https://bit.ly/2SKuWtx
[17] Discriminación a la persona con discapacidad en relación a su funcionalidad.
[18] Pactos políticos y sociales para la igualdad y el desarrollo sostenible en América Latina y el Caribe en la recuperación pos-COVID-19 (CEPAL, 2020). Disponible en: https://bit.ly/3vFpuX0
[19] Respuesta integral de las Naciones Unidas a la COVID-19: salvar vidas, proteger a las sociedades, recuperarse mejor (Naciones Unidas, 2020). Disponible en: https://bit.ly/3uxOj65
[20] Informe de políticas: La COVID-19 y la necesidad de actuar en relación con la salud mental (Naciones Unidas, 2020). Recuperado en: https://bit.ly/2RaWE1S
[21] Respuesta integral de las Naciones Unidas a la COVID-19: salvar vidas, proteger a las sociedades, recuperarse mejor (Naciones Unidas, 2020). Disponible en: https://bit.ly/3uxOj65
HAYDEE CHAMORRO GARCÍA Trabajadora Social, egresada de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Diplomada en Gerontología Social, por la Pontificia Universidad Católica del Perú; en Gestión Pública, por la Escuela Nacional de Administración Pública; y, en Derechos Humanos (con mención en Participación Social), por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
Con estudios en género, derechos humanos, vejez, servicios gerontológicos, y enfoque territorial para la gestión pública.
Directora de Responsabilidad Social en Conexión Adulto Mayor, emprendimiento social que ofrece consultorías en el campo gerontológico y desarrolla proyectos sociales bajo las perspectivas de derechos humanos e interseccionalidad. Integrante del colectivo ciudadano “Mesa de Concertación sobre Personas Adultas Mayores”. Integrante del Grupo de Trabajo “Envejecimiento con dignidad” de la Mesa de Concertación de Lucha contra la Pobreza.Integrante de la Red Latinoamericana de docentes y profesionales de Trabajo Social que se desempeñan en el campo Gerontológico – RedGeTS.
Consultora en gestión y asesoría técnica de servicios públicos para personas adultas mayores, e investigadora en el campo de la gerontología social, en temas de roles sociales, participación social y política, y discriminación en la vejez.