Latinoamérica
No hay duda de que la pandemia del COVID 19 y su secuela de emergencias (sanitaria, social y económica) han afectado seriamente todas las dimensiones de la vida humana. La duración a futuro de este fenómeno es impredecible. Lo más probable es que estemos frente a un episodio -no el primero, por cierto- de una cadena de eventos “catastróficos” que habrán de modificar de manera significativa las condiciones de la existencia humana en general. Al respecto, se han sucedido en lo que va de la pandemia, desde fines del 2019 en adelante, diversas reflexiones y análisis que buscan encuadrar la coyuntura en el marco de tendencias de mediano y largo plazo. Se han arriesgado pronósticos acerca de impactos culturales y políticos más profundos. No es el caso tratar de resumir unas y otros. Quedémonos con la afirmación del filósofo alemán Jürgen Habermas: “Nunca habíamos sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”.[1]
Nos interesa, a quienes compartimos estas páginas, identificar y tratar de comprender los cambios que afectan la acción colectiva, tema de nuestro quehacer y de nuestra reflexión. Para hacerlo, es indispensable restablecer la conexión entre las tendencias globales en curso y la vida cotidiana de las personas y los colectivos de los que forman parte. Hoy, más que nunca, las mega tendencias globales están presentes con fuerza decisiva en el día a día de las gentes, aun cuando no se perciba esto de manera inmediata.
Crisis climática e incertidumbres
La caracterización del cambio climático se ha radicalizado en los últimos años. Del “calentamiento global” hemos pasado a hablar de “transición climática” y de “crisis climática”, e incluso se ha acuñado un término para definir una nueva era geológica: Antropoceno, la era en la cual la acción de una especie viva -el Homo Sapiens- incide en modificaciones estructurales del planeta mismo. Los efectos son evidentes: calentamiento, deshielos, desertificación, inundaciones, desaparición de pequeñas islas, etc. Y con la alteración de la geografía y el clima viene también la alteración en las condiciones de vida de las diversas especies, incluyendo la especie humana. Cambios drásticos en el hábitat de las sociedades llevan a la crisis de las formas habituales de ocupación de los territorios, de utilización de sus recursos, de la producción y del consumo. En última instancia de las sociabilidades en todas sus dimensiones.
No es casual que desde mediados de la década pasada las hambrunas hayan crecido en el planeta.[2] Sequías e inundaciones explican parte del problema. Su contraparte son desplazamientos masivos de poblaciones por el agotamiento de recursos o por feroces disputas por el control de estos. Para el año 2020, ACNUR calculaba en más de 82 millones de personas el número de desplazados por razones de violencia.[3] La cifra se duplica si se incluye las y los desplazadas/os por razones económicas. Más aún, ACNUR ha comenzado a utilizar la categoría “desplazado climático” y ubica en este rango a no menos de 30 millones de personas en el planeta.[4]
Los desplazamientos masivos conllevan disputas por el control de recursos diversos: las poblaciones mismas, en primer lugar. La creciente fragmentación de los poderes territoriales es un hecho comprobable no solo en África y América Latina, sino también en la mayoría de las grandes ciudades del planeta. Poderes locales informales, mafiosos y criminales proliferan y aparecen nuevas formas de dominación, o reemergen las que creíamos abolidas. No es casual que en los territorios donde se ubican las poblaciones más vulnerables se expandan diversas formas contemporáneas de esclavitud, el tráfico y la trata de personas.
La transición climática genera una alta inestabilidad en las condiciones de vida de todas las especies, en especial de la especie humana. Los recursos para el presente son escasos y las previsiones acerca del futuro son inciertas. Las nociones de precariedad y vulnerabilidad[5] adquieren nuevas dimensiones. No son solamente rasgos de la vida social, consecuencias directa de los cambios inducidos por las políticas “neoliberales” de las últimas décadas, sino rasgos constitutivos de la existencia humana contemporánea que se interiorizan como angustia, inseguridad y hasta pánico. El COVID 19 ha hecho evidente estas conexiones.
En contextos de precariedad y alta vulnerabilidad no es extraño que tiendan a generalizarse las lógicas del repliegue sobre un “nosotros” cada vez más restringido, y con ello una enorme fragmentación social. La acción colectiva queda reducida a la coordinación de los más próximos para sobrevivir en el corto plazo. En este marco, los “otros” son vistos como una amenaza en la disputa por recursos escasos. Las identidades y reconocimientos “universalistas” colapsan fácilmente. Desde el temor se construyen imágenes de las/os otras/os como amenazas, se identifican rasgos que se convierten en marcadores de la estigmatización.
Neoliberalismo y deterioro social
Los impactos de la transición climática y la generalizada desestabilización de la vida social se retroalimentan con los impactos de las políticas económicas vigentes a escala planetaria en las últimas décadas. Está demostrado que la aceleración de un crecimiento económico depredador y especulativo ha tenido impacto directo en el ritmo del cambio climático. Y, a la vez, que las políticas económicas han configurado un mundo más vulnerable al cambio climático. La globalización ha construido cadenas de valor que articulan materias primas, mano de obra barata y mercados masivos, supuestamente “en tiempo real”. Y que, por tanto, están sometidas al impacto global de cualquier “catástrofe” local, también en tiempo real. La financiarización de las economías alienta comportamientos especulativos que las pone al borde del colapso con una frecuencia cada vez más intensa. Tras la crisis del 2008, es difícil afirmar que se haya salido de ésta y que la economía global se encuentre en proceso de recuperación y crecimiento. A lo más se pueden identificar algunos procesos limitados y desiguales de estabilización de algunas regiones del planeta en la década reciente. Procesos que han sido puestos en cuestión por los impactos económicos de la pandemia. Todos los informes oficiales dan cuenta de que durante el año 2020 la economía global disminuyó drásticamente, -7% para el caso de América Latina.[6]
Sin duda la pandemia ha hecho retroceder en una década o más los limitados logros en los años previos con relación a la pobreza y la desigualdad. Una rápida revisión de la información incluida en el Panorama Social de América Latina 2020 de la CEPAL,[7] permite corroborar esta afirmación. La nuestra ha sido la región del planeta más golpeada por la pandemia: cerca del 28% de las muertes por COVID-19 a nivel mundial pese a que alberga apenas el 8,4% de la población del planeta. Casi tres millones de empresas cerradas el 2020; el 6% de los trabajadores del quintil más pobre perdió el empleo y, en promedio, los ingresos laborales de ese sector se redujeron en un 42%. En relación con la pobreza se ha retrocedido 12 años y 20 años con relación a la pobreza extrema. Para fines del 2020, se proyectó una tasa de pobreza extrema del 12.5% y de pobreza del 33.7%. Es decir, 209 millones de personas en situación de pobreza, 22 millones de personas más que el año anterior; y 78 millones de personas en situación de pobreza extrema, 8 millones más que en 2019. El 80% de la población, es decir 491 millones de latinoamericanas/os, vive con un ingreso máximo de 12 dólares diarios. Las medidas de emergencia solo han cubierto al 50% de la población y costaron unos 86.000 millones de dólares entre marzo y diciembre del año 2020. Gracias a estas medidas el coeficiente Gini solo cayó en un 2.9%, sin ellas la caída hubiese sido del orden del 5.6%. La desigualdad ha continuado creciendo.
Los impactos de la pandemia no pueden ocultar que las tendencias al deterioro social vienen de la década pasada, al igual que el incremento de la pobreza, la pobreza extrema y la desigualdad. El estancamiento de la economía global -tras la crisis del 2008- así como los cambios políticos que afectaron la continuidad de políticas redistributivas en varios países explican el deterioro social. La precariedad de las condiciones laborales creció antes de y durante la pandemia. Más aun, la recuperación económica que se observa en la región a partir del primer trimestre del 2021 no incluye la recuperación del empleo y de los ingresos, según un reciente informe de la OIT.[8]
La situación de los servicios de salud, puestos a prueba por la pandemia, no requiere mayor comentario. Fuertemente golpeados por los procesos de privatización y la corrupción, colapsaron a los pocos días de declararse la emergencia en cada uno de los países de la región. A la incapacidad para atender a las y los pacientes de COVID se ha sumado el abandono de otros enfermos crónicos, así como de la provisión de los servicios indispensables para garantizar los derechos sexuales y reproductivos. La emergencia también puso en crisis la educación, en especial la escuela pública. En la mayoría de los países, los esfuerzos por establecer sistemas de educación a distancia han tenido resultados dispares, cuando no fracasos masivos. Niñas, niños y adolescentes de zonas rurales y periurbanas han sido fuertemente afectados en su derecho a la educación. Los impactos de dos años sin escuela se harán sentir, sin duda, en el mediano y largo plazo.
Por otro lado, frente a la desestructuración social que resulta del neoliberalismo se afirman como valores la familia patriarcal, la sociedad jerárquica y la visión providencialista de la historia. Y desde esta perspectiva se cuestiona los derechos de las mujeres (en particular los derechos sexuales y reproductivos), el enfoque de género y la diversidad. Diversas manifestaciones de violencia presentes en la vida cotidiana de la sociedad agudizan la sensación de inseguridad y son manipuladas para alentar respuestas represivas y salidas autoritarias.
Crisis política: polarizaciones sin hegemonías, fragmentación y volatilidad
A las incertidumbres que genera la fragilidad del hábitat y la precariedad social se suman las que resultan de las crisis políticas nacionales y globales. A nivel global, no se trata solo de la disputa geopolítica que está en curso por el declive histórico del predominio norteamericano y la emergencia de China como potencia global. Es también el impacto de la ausencia de propuestas hegemónicas propiamente dichas, es decir, de propuestas que convoquen y articulen fuerzas sociales, políticas y culturales en torno a una visión compartida de futuro. La disputa geopolítica se desenvuelve en torno a intereses muy concretos y con una perspectiva principalmente defensiva frente al rival de turno. El proyecto hegemónico de la postguerra (Naciones Unidas, derechos humanos universales, Bretton Woods, etc.) se ha demostrado ineficaz frente al cambio climático y frente a la pandemia. A pesar de su carácter global, la pandemia ni siquiera llevó a construir respuestas regionales coherentes, ni en América Latina ni en Europa. Ningún foro global fue capaz de declarar como bien público las vacunas y, al final, cada estado compitió con sus vecinos para comprar millones de vacunas a los laboratorios privados. La crisis del multilateralismo, que podría ser una oportunidad para el desarrollo de identidades y visiones nacionales y regionales, tiende a convertirse al caldo de cultivo de particularismos y chauvinismos. No es el caso mencionarlos o analizarlos aquí, quede como hecho emblemático el triunfo de los talibanes en Afganistán.
La pandemia también ha tenido impacto en los regímenes políticos vigentes. Los estados de excepción, plenamente justificados por la emergencia sanitaria, están teniendo una duración ilimitada, configurando en muchos casos “regímenes de excepción”. Sin mayor discusión, estos se extienden en el tiempo y afectan derechos y libertades básicas. En muchos casos, se los aprovecha para sacar adelante políticas públicas lesivas de otros derechos. Por ejemplo, en diversos países de América Latina se ha aprovechado del estado de emergencia para acelerar proyectos extractivos dejando de lado procesos de consulta previa. No es casual, entonces, que se hayan producido movilizaciones y protestas que han sido respondidas con medidas de criminalización de sus protagonistas. Y, por otro lado, aparecen movimientos o expresiones individuales “libertarias” que cuestionan las restricciones a algunas libertades desde una perspectiva individualista a ultranza que cuestiona la idea misma de bien común.
Lo anterior no es, tampoco, resultado exclusivo de la pandemia. La crisis e inestabilidad de los regímenes políticos viene de atrás. Tiene que ver con el generalizado vaciamiento de contenido de la democracia liberal, reducida a un conjunto de procedimientos -bastante manipulables, por cierto- para reemplazar a los gestores del estado sin que esto implique cambios en las políticas que deciden los poderes fácticos. A lo anterior se suma, en América Latina, el agotamiento de una primera ola de gobiernos favorables al cambio y que promovieron políticas redistributivas en la primera década del siglo XXI.
La crisis política se expresa de manera condensada en la profunda desconfianza de las/os latinoamericanas/os en las instituciones fundamentales de la democracia liberal: el gobierno, el parlamento, el poder judicial. En base a las mediciones anuales realizadas por el Latinobarómetro,[9] Antonio Estella de Noriega ha elaborado el siguiente cuadro:[10]


El último informe de Latinobarómetro da cuenta del claro deterioro, a lo largo de una década, del apoyo a la democracia y el incremento de la aceptación de la idea de que da lo mismo cualquier régimen si es que soluciona los problemas (del 16% el 2010 al 27% el 2020). Más seria aun es la respuesta frente a la pregunta por los niveles de satisfacción frente a la democracia en su país: de un 45% de ciudadanas/os satisfechos el 2009 se pasa a 25% el 2020. Quizá la clave de todo esté en la respuesta frente a la pregunta: “¿para quién se gobierna?”. El 73% respondió: “Para grupos poderosos en su propio beneficio”.[11]
Sociedades desconfiadas y fragmentadas
La desconfianza, en América Latina, no se reduce al ámbito de las relaciones entre las/os ciudadanas/os y las instituciones estatales. Por el contrario, afecta el conjunto de las relaciones sociales en las cuales se desenvuelve la actividad de las personas. Este es quizá el dato más serio de la secuencia de informes del Latinobarómetro. Estella de Noriega también nos presenta un cuadro al respecto:[12]


Sin duda se trata de la crisis de un valor fundamental para la convivencia social, por encima de las formas específicas que esta asuma. Los últimos años marcan el punto más alto en una serie de mediciones que cubre casi un cuarto de siglo.
Espacios públicos, deliberación y la recomposición de la acción colectiva
El tema de la generalizada desconfianza merece un análisis detallado. Estella de Noriega recoge algunas hipótesis interpretativas y propone una alternativa. En sintonía con lo que se ha argumentado en este texto, podría decirse que la generalizada precariedad de la vida, la incertidumbre sobre los escenarios presentes y futuros erosiona la confianza en las instituciones políticas y sociales. La percepción de extremas desigualdades en cualquiera de los terrenos (ingresos, activos, oportunidades, reconocimientos) tiene efectos similares. Quedarnos en estas explicaciones, sin embargo, podría tener conclusiones “fatalistas”: en tanto no se modifiquen las condiciones estructurales que generan precariedad y desigualdades, estamos condenados a vivir en contextos de altísima desconfianza interpersonal. Con lo cual las posibilidades de cambio social a partir de la acción colectiva quedan bloqueadas. No quedaría sino esperar, o apostar a, una salida cuasi mesiánica, desde arriba.
Para salir del callejón sin salida en el que nos pone una vez más el determinismo a ultranza de la mano con el pesimismo cultural, vale la pena tomar en cuenta el diagnóstico y la propuesta de Estella de Noriega. Para él la confianza es una construcción social que resulta de la interacción en espacios públicos. Afirma: “La existencia de espacios públicos fuertes y potentes a lo largo del tiempo es lo que permitiría entender la transmisión de la confianza como valor de manera intergeneracional. La esfera pública, bajo nuestro punto de vista, incluiría no solamente el debate público, sino también todo aquello que consideramos “común” en una sociedad, perteneciente a todos: bienes, servicios, ideas, obras de arte, memorias colectivas, la propia historia compartida de un país, relatos comunes, etc.”[13]
En esta óptica se entiende mejor el deterioro vivido en las últimas décadas. Han sido las décadas de la sistemática agresión a lo público, al bien común. Las décadas de un individualismo exagerado y distorsionado que propuso como modelo de sociabilidad la lucha a muerte con el otro para “ganar” si no la realización personal, al menos la supervivencia. No ha sido casual, en nuestro continente y en el mundo, la generalización de nuevas formas de lucha deportiva cuya única regla es no tener reglas y se desenvuelven al interior de jaulas.
La idea de espacios públicos va de la mano con las prácticas deliberativas. Tampoco es coincidencia que estas -cuyo auge se puede ubicar en las décadas 60 y 70 en el mundo social y en la década de los 80 en el terreno propiamente político- se hayan deteriorado sistemáticamente a partir de los años 90. Los factores que han confluido para esta reversión son múltiples y su análisis excede las posibilidades de este texto.
En todo caso, de lo que se trata es de encontrar algunas rutas de salida al actual entrampamiento. Y para ello volver, de manera ordenada, a algunas tesis básicas y convicciones fundamentales. La fundamental es que la clave de los asuntos está en la sociedad y no en el estado. Está en el terreno de la acción individual y colectiva que se despliega en función de necesidades e intereses. De lo que se trata es de promover procesos de identificación de necesidades auténticas y emancipar a las personas de la agresiva invasión de necesidades artificiales; y dentro de ellas, el reconocimiento de las otras personas como una necesidad básica. Vale la pena notar que la crisis actual, en particular la pandemia, ha llevado en momentos específicos al redescubrimiento de las/os otras/os como una necesidad para la supervivencia. Estos procesos, sin embargo, han sido bloqueados por los mecanismos de manipulación que se han esmerado en construir al otro como una amenaza. Hay que volver a la vida cotidiana y a la dialéctica de las necesidades que se explicitan, se definen, se perfilan o se distorsionan allí. No se trata de predicar valores (por más laicos o ciudadanos que estos sean), sino de hacer de las necesidades reales (o “radicales”, para usar una terminología acuñada por Agnes Heller[14]) valores. De esta manera las necesidades humanas se transformarán de manera natural en intereses, es decir en “inclinaciones del ánimo” hacia determinados bienes -para usar la definición de interés que da el Diccionario de la Real Academia.
Priorizar la acción en la sociedad no implica promover el abstencionismo frente a la política. La crisis en curso es demasiado grave como para dejarla en manos de los políticos profesionales. La política se continuará desenvolviendo en medio de paradojas. El voto contra las élites, reales o imaginadas, continuará abriendo camino a candidatos impredecibles. La volatilidad de los electores creará una suerte de alternancia por inestabilidad, y seguirán ganando en segunda vuelta quienes no tuvieron más del 20% del voto en la primera. El peligro mayor es, sin duda, que continúe creciendo el generalizado descontento con la precaria democracia vigente.
Los procesos de reconstrucción del tejido social, de la confianza primaria entre personas y entre comunidades, es una condición necesaria para la recomposición de la institucionalidad, pero no es suficiente. Se requiere también la reconstrucción de sujetos políticos, de actores institucionales, de reglas de juego claras y de mecanismos eficaces de sanción a quienes las violan sistemáticamente. En todo caso, toca a cada una y a cada uno definir el campo en el cual buscará contribuir a dar salida a la crisis presente.
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[1] La frase forma parte de sus declaraciones a inicios de abril del 2020. Fueron publicadas en diversos medios, entre otros en: https://www.lavanguardia.com/cultura/20200404/48295927411/habermas-nunca-habiamos-sabido-tanto-de-nuestra-ignorancia.html
[2] El punto de inflexión fue el año 2014, según el Informe de la FAO, el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, Unicef, el Programa Mundial de Alimentos y la Organización Mundial de la Salud publicado el año 2020, es decir sin incluir los impactos de la pandemia. El texto completo del Informe disponible en: https://www.fsinplatform.org/
[3] https://www.acnur.org/datos-basicos.html#:~:text=%C2%BFCu%C3%A1ntas%20personas%20refugiadas%20hay%20en%20el%20mundo%3F%20M%C3%A1s,m%C3%A1s%20de%20la%20mitad%20menores%20de%2018%20a%C3%B1os
[4] https://eacnur.org/es/desplazados-climaticos
[5] Para el uso del término vulnerabilidad ver el trabajo de Roberto Pizarro: “La vulnerabilidad social y sus desafíos, una mirada desde América Latina”, CEPAL, Santiago de Chile, 2001. Accesible en:
https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/4762/S0102116_es.pdf
[6] Dato incluido en la presentación del ministro de Economía del Perú ante el Congreso de la República, “Marco Macroeconómico Multianual 2022 2025 y Proyectos de Ley de Presupuesto, Equilibrio y Endeudamiento Año Fiscal 2022”. Agosto 2021. Accesible en:
https://www.gob.pe/institucion/mef/informes-publicaciones/2124513-marco-macroeconomico-multianual-2022-2025-mmm
[7] Disponible en: Panorama Social de América Latina 2020 | Publicación | Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal.org)
[8] https://news.un.org/es/story/2021/09/1496512
[9] Para acceder al último informe, con resultados del estudio de opinión realizado el año 2020, así como a los informes previo, ver: https://www.latinobarometro.org/lat.jsp
[10] Incluido en su trabajo: “Confianza institucional en América Latina: un análisis comparado”. Documento de trabajo 34/2020. Fundación Carolina. Madrid. El cuadro en la página 11.
[11] Estos y muchos otros resultados, desagregados por país, se encuentran en el Informe mencionado. Consultarlo en la página web referenciada en la nota 9.
[12] Estella de Noriega, 2020, p. 8.
[13] Estella de Noriega, 2020, p. 21.
[14] Filósofa húngara, discípula de Goergy Lúkacs. Sobre este tema: Alfonso Ibáñez: Agnes Heller, la satisfacción de las necesidades radicales. IAA/SUR. Lima. 1989. El texto completo en: https://archive.org/stream/agnes-heller-la-satisfaccion-de-las-necesidades-radicales-alfonso-ibanez/Agnes%20Heller%20la%20satisfacci%C3%B3n%20de%20las%20necesidades%20radicales%20-Alfonso%20Iba%C3%B1ez_djvu.txt


EDUARDO CÁCERES VALDIVIA Sobre la base de una sólida formación en Humanidades y Ciencias Sociales, se ha especializado en análisis social y político, con particular concentración en el período reciente en movimientos sociales, análisis de poder, desigualdades y políticas públicas en América Latina y el Caribe. Tiene una amplia experiencia docente tanto formal como no formal, incluyendo diversos niveles, desde educación secundaria hasta maestrías, particularmente en el terreno de los derechos económicos, sociales y culturales. Amplia experiencia de relación con actores sociales y políticos en el Perú y América Latina. Ha formado parte de equipos de dirección de diversas ONG peruanas y ha sido consultor y asesor de ONG internacionales. Desde febrero de 2004 hasta junio de 2012 se desempeñó como Asesor Regional de OXFAM GB –primero para América del Sur, luego para América Latina y el Caribe- en temas de Gobernabilidad. Desde julio de 2012 a la fecha ha desarrollado diversas consultorías sobre gobernabilidad, derechos humanos y desarrollo regional, así como artículos de análisis sobre la situación política del país. Ha sido consultor para la evaluación de proyectos de desarrollo y gobernabilidad de diversas ONG peruanas e internacionales. Su publicación más reciente es un balance de la historia y las perspectivas de las organizaciones de la sociedad civil en América Latina.