Contra la innovación social

Colombia

Innovar es el mandato contemporáneo: las instituciones en general (públicas o privadas), las ciencias y las ciudadanías deben innovar para aportar a la resolución de complejas problemáticas sociales, especialmente las referidas a deficiencias en la competitividad y la organización del crecimiento económico en el mercado global. Más aún, al adjetivarse como social y emparentarse con el emprendimiento social, la innovación se presenta como el antídoto individual, organizacional e institucional contra todos los problemas a los que no llega ni el estado ni el mercado. En tal sentido, la innovación social se afirma como una forma de nombrar la esperanza que emerge de las prácticas de autogestión ciudadana, generación de fusiones creativas y construcción de intereses colectivos desde lo plural en torno al afrontamiento local de problemas sociales.

El impulso y la celebración de la innovación parece entonces social y económicamente justificado, tanto como su arribo y difusión en el campo profesional – disciplinar del trabajo social. En la producción bibliográfica reciente se advierte que la innovación social es un concepto que ha pasado de ser “emergente y marginal a ocupar una posición relevante en el discurso político-social”, tornándose en pieza central en un cambio de paradigma en trabajo social (Alonso y Echavarría, 2016) para el siglo XXI.

En dirección contraria a esta tendencia, se apuesta aquí por ejercer el análisis crítico para resistirla al cuestionar no solo su insuficiencia analítica (por desfase entre la teorización y la realidad histórica), sino su carácter legitimador – normalizador del programa neoliberal presentado como “descripción científica de lo real” (Bourdieu), donde perfila al trabajo social como profesión que traduce a la práctica las premisas de la antropología neoliberal, recurriendo al extractivismo epistémico para intensificar de manera indirecta la disolución de los derechos mientras se profundizan las viejas y las nuevas desigualdades. No se trata solo de un problema epistémico, sino de uno de naturaleza ético-política referido a la justicia social como mecanismo para reversar las lógicas de dominación.

Sobre la innovación como reedición de la concepción antropológica neoliberal

Tras el vasto uso social y académico del término innovación social se refiere un cúmulo de indefiniciones “que derivan de las controversias irresueltas que acompañan a su éxito” (Ander Gurrutxaga, 2019: 135). Se trata de un contenedor habitado por una retórica vacía de contenido, cuya elasticidad semántica permite abarcar –coaptar- múltiples elementos bajo una invocación afectiva conectada con el imaginario de la felicidad, léase una promesa de progreso e incremento del prestigio (movilidad social ascendente) sobre la base del éxito económico individual. A decir de Hernández-Ascanio, Tirado-Valencia, Ariza-Montes, este concepto se encuentra en una fase de construcción:

“Pese a ser un fenómeno en auge, en la literatura científica actual no existe consenso académico acerca del significado de la innovación social. Por el contrario, nos encontramos ante un concepto extremadamente flexible, que puede ser abordado desde enfoques disciplinares y contextos muy diferentes. Esta apertura terminológica se agrava por la existencia de incontables prácticas que cohabitan en la sociedad, lo que impide establecer modelos sistemáticos que permitan la investigación científica rigurosa. Y todo ello a pesar de su incorporación creciente en programas y políticas públicas, tanto por movimientos como por organizaciones vinculadas con el cambio social”. (2016: 169)

No importa si esto se logra o no, la omnipresencia y la incesante repetición del término procura su eficacia simbólica, de modo que produce ideológicamente un efecto de verdad: el posicionamiento de la innovación como algo necesario, incuestionable e inevitable que reclama la renovación de la fe en el capitalismo. He aquí el poder de las palabras como herramientas de sugestión para la gestión de la vida mediante la afirmación práctica de una creencia (tanto en lo evidente como en lo contraevidente) y la formación de un tipo de subjetividad que la encarna en el contexto de la globalización neoliberal: el sujeto emprendedor.

Vale decir que tal poder no es una propiedad intrínseca de las palabras, sino la huella de su inscripción en las relaciones de fuerza que, en un determinado momento de la historia y la cultura, les confieren forma, sentido y prescripciones de uso práctico. Más explícitamente, es en el marco de las relaciones de fuerza, donde con palabras se delinea, disputa y ejerce un programa lingüístico-político al servicio de la construcción, normalización – naturalización y legitimación de un determinado modo de organización social, política y económica.

Hoy, bajo el comando de organismos políticos y financieros supraestatales como Organización de Cooperación al Desarrollo Económico (OCDE: 1997, 2011), Comisión Económica para América Latina (CEPAL, 2008), Unión Europea, entre otros, el programa lingüístico-político de la globalización neoliberal (Quijano, 2011) promueve estratégicamente la innovación como soporte del crecimiento de la producción y la productividad y del fortalecimiento de una competitividad económica henchida de un febril optimismo. Con esto se patenta que el capitalismo contemporáneo no es solo un modo de producción de mercancías, sino una producción semiótica de subjetividades, modos y mundos (Lazarato, 2012) caracterizados por una “sentimentalización de la esfera pública” que se condice con una gobernanza emocional (Illouz, 2007) y la materialización de una subjetividad empresaria dispuesta a fabricar su propia felicidad (Berardi, 2003) con esfuerzo y sacrificio (Alonso, & Fernández, 2018) y un despliegue de habilidades gerenciales y organizativas.

En esta operación, el capitalismo en su fase neoliberal pasa de ser una manifestación óntica a asumirse ideológicamente como dimensión ontológica capaz de instaurar un orden simbólico mediante la producción de conocimiento y la difusión de información que reproduce sus propias comprensiones antropológicas, es decir, disemina una visión universal de la realidad en la que se pone el énfasis en el sujeto como individuo posesivo (de sí mismo, de sus capacidades y bienes), naturalmente compelido, por la búsqueda de su libertad (abstracta), a procurar la propiedad privada a través de la competencia en el mercado como sistema autoregulado (por fuerzas de oferta y demanda) y espacialidad de un indeterminado proceso evolutivo de la humanidad. Un individuo egoísta y calculador (para la maximización del propio beneficio con la minimización de costos), conectado con los otros y con el mundo a través de la relación de propiedad en el ámbito del mercado, donde como ser económico ajeno relaciones políticas con sus pares y con el estado, asume su libertad (no ser ilegítimamente coercionado) y sus funciones básicas (poseer, intercambiar, producir, comprar, acumular y consumir) para afrontar competitivamente la natural y necesaria desigualdad existente entre los hombres (Macpherson, 1970; Samour, 1996; Vergara, 2009).

La innovación social no es más que una reiteración edulcorada de la antropología neoliberal, mantiene el economicismo, el darwinismo social y las concepciones conservadoras (que naturalizan la desigualdad). Es un término subsidiario y tributario de ella, en tanto que traslada la racionalidad económica neoliberal al ámbito social, encumbrándola o asumiéndola como obviedad: el mundo es un gran mercado global, en cuyo seno los sujetos deben competir con apego a las tradiciones para alcanzar sus metas, satisfacer sus necesidades o resolver problemas (propios o comunes), valiéndose de una racionalidad empresarial para maximizar sus posibilidades de éxito mediante la generación de nuevas formas de producción, comercialización y consumo. Solo se requiere ser innovador y emprendedor, sin olvidar la necesidad de establecer alianzas estratégicas para maximizar los beneficios. Al final de este ciclo, la prosperidad que cada uno ha construido se suma para llegar a otros: familia, comunidad y economía nacional; consecuentemente, innovar y emprender son el motor de la evolución social, puntos de apalancamiento del desarrollo como deseable proceso de transformación social: “En la mayoría de las corrientes y disciplinas que tienen como objeto de estudio la innovación, dotan a este elemento de una importancia tan preeminente que lo sitúan como “motor” del proceso de “evolución social”, del “cambio social” o del “desarrollo” (Hernández-Ascanio, Tirado-Valencia, y Ariza-Montes, 2016: 171)

De manera tautológica el acento de la innovación en lo social indica que sus productores son grupos, organizaciones o movimientos sociales que hacen parte de la sociedad civil y libremente generan – crean respuestas novedosas (por criterios de eficacia, eficiencia y sostenibilidad ,por ejemplo) con las que procuran alcanzar fines sociales, en tanto resuelven necesidades sociales, problemas sociales o procuran el cambio social (es decir, resolver una necesidad). En palabras de Mulgan, Ali, Halkett y Sanders se define “la innovación social como el desarrollo e implementación de nuevas ideas (productos, servicios y modelos) que buscan suplir carencias sociales” (2007:9). En el trasfondo de esta definición y otras similares, se encuentra la estructura de la racionalidad económica pragmatista: identificación de una necesidad como demanda social potencial – generación de oferta con alto potencial de ganancia a través de la agregación de valor social (por ejemplo: cohesión social, bienestar, la calidad de vida o el buen funcionamiento de los servicios). Así, retomando la base explicativa neoliberal sobre el mercado como sistema autoregulado por fuerzas de oferta y demanda, se define la innovación social como generación de respuestas o soluciones creativas ofertadas para atender (satisfacer – resolver) una demanda social (problema social) ajustándose a las preferencias (valores) de los clientes – usuarios.

En consecuencia, al sobreentenderse que por vías de la innovación se persiguen loables fines sociales (con o sin ánimo de lucro) se requiere ahora concentrar la atención en la dimensión técnico – instrumental que permite su logro: el saber-hacer emergente desde las dinámicas asociativas de la sociedad civil, entendidas genéricamente como tercer sector. En este punto, se acude al concepto Weberiano de acción racional, subyacente a la teoría económica neoclásica, esto es, el ejercicio de una racionalidad instrumental para fortalecer la eficiencia y la competitividad a partir de ajustar los medios a los fines con la finalidad de maximizar la rentabilidad (en términos de costos y ganancias económicas y sociales) ad infinitum. El pretendido realismo del concepto de acción racional deifica la competencia y deifica la eficiencia como caminos hacia el interés general, tornándolas en principios organizadores de lo social y en criterios de validez de todos los valores:

“En la teoría de la acción racional correspondiente aparecen, por consiguiente, las justificaciones de este carácter de valor supremo que se adjudica a la competitividad. Se trata en especial de una teoría que surge ya en el siglo XVIII y que fue elaborada primero por Adam Smith. Según esta, la competencia produce de forma no-intencional la armonía social y produce el interés general. Smith se refiere a esta pretendida tendencia como “la mano invisible”: ella coordina las actividades productivas y realiza mediante esta coordinación el bien común”. (Hinkelammert, 1995: 277)

La base argumental del concepto de acción social es trasferida al concepto de innovación social, de modo que este último se constituye en una actualización del primero, lo que hace de la innovación social un eco del concepto de acción racional. Toda vez que las finalidades de la innovación social, al igual que las de la acción racional, inherentemente desembocan en el interés común y tienden a la armonía social, es innecesario interrogarlas; solo resta crear (ejercer la creatividad) en contexto las rutas prácticas más eficientes (de acuerdo con criterios de originalidad, sostenibilidad, replicabilidad de su impacto, costo-efectividad, economía, colaboratividad, entre otros), empleando los recursos disponibles, especialmente activos intangibles para impactar en las dinámicas de mercado, la atención social o la acción estatal (Morales Gutierrez, 2009). En ello consiste el innovar.

La abierta generalidad de este enunciado no solo posiciona a la innovación social como cuestión prioritaria en la agenda pública, académica y política, donde se torna en principio constitutivo de la relevancia social de las instituciones; sino que conduce a una deliberada indiferenciación por catachresis, esto es, a asumir que toda práctica social dirigida a resolver problemas sociales es potencialmente innovadora, cuando no una innovación. En efecto, en razón de convalidar las ventajas de la innovación social y consolidar sus desarrollos teórico – metodológicos, diferentes instituciones públicas y privadas fundan sistemas de investigación o centros de fomento sobre innovación social (y emprendimiento), desde los cuales se activan prácticas de extractivismo epistémico dirigidas a cazar innovaciones sociales para fortalecer la innovación social, lo que no es otra cosa que producirla y difundirla, inflándola a través de rebautizar diversas experiencias con el rotulo de innovación.

Por alquimia lexical lo que eran experiencias comunitarias de diverso orden hoy se agrupan, clasifican y presentan académicamente como aportes innovadores o innovaciones en diferentes campos, manteniendo viejas prácticas epistemicidas de saqueo de los saberes y cosmovisiones. Desde diversos campos disciplinares y profesionales se pontifica la innovación social engullendo – revistiendo un sinfín de experiencias de autogestión y trabajo comunitario con refinadas terminologías de la gerencia social que neutralizan las orientaciones políticas y la multiplicidad de lo humano para celebrar la liturgia de la salvación -evolución social- por las fuerzas del mercado, esto es, mediante prácticas de responsabilidad social corporativa, emprendimientos sociales, economía colaborativa, open innovation, crowsourcing, parques de innovación, etcétera. Bellas iniciativas mercadocéntricas o individuales en las que, por lo general, se enfatiza en la legitimación capitalista del mundo empresarial y se abstrae la dimensión ético-política profunda: el papel del estado y de las ciudadanías en torno a la justicia social. Abstración que es consecuente con la tesis de Von Hayeck (1976) según la cual la democracia es incompatible con el intervencionismo económico estatal.

Mientras tanto, de la mano del neoliberalismo continúa intensificándose la crisis civilizatoria como escenario en el que las mutaciones de la cuestión social profundizan las viejas y nuevas desigualdades económicas, sociales y políticas, agudizando las dinámicas de precarización – explotación de la vida y de lo vivo. La desregulación de la vida económica, el desmonte sostenido de los derechos sociales, la privatización totalizante, el minimalismo estatal en lo social (abandono de compromisos corporativos y distributivos con las clases y grupos subalternos) en pos de la libertad del mercado (anarcocapitalismo) y la reducción de la democracia a un mecanismo electoral entre otros aspectos, han confluido para incrementar la concentración de la riqueza, la pérdida del poder adquisitivo y el aumento de la pobreza, los impuestos, la pauperización laboral y el desempleo en un mundo que no es solo capitalista, sino también colonial, patriarcal, adultocéntrico y ecocida. Conviene entonces interrogar éticamente si es suficiente la suma de las innovaciones sociales para superar los efectos excluyentes y depredadores de la actual configuración social.

Más allá de la innovación: la construcción de justicia social

La innovación social no solo es insuficiente para afrontar los complejos retos emanados de la actual configuración social, sino también indiferente frente a estos. Sus límites discursivos repelen la asunción de compromisos ético- políticos con las ciudadanías, las organizaciones comunitarias y los movimientos sociales en torno a la construcción de justicia social, el reconocimiento de la alteridad, la ampliación de derechos, las reivindicaciones de sistemas de protección, las luchas socioambientales en contra de las visiones desarrollistas y los procesos de resistencia creativa a la matriz capitalista – colonial, entre otros. Su papel privilegia la aceptación y la legitimación fáctica de la desresponsabilización estatal en la garantía de derechos (y la trasferencia de ésta hacia el sector empresarial bajo la figura de responsabilidad social empresarial) y la sociedad civil, restringiéndose a ser un mecanismo correctivo – adaptativo (propio del evolucionismo social) de situaciones que no entrañan alta conflictividad política al no rozar la estructuralidad e historicidad de las asimetrías sociales como productoras de sufrimiento humano a gran escala. Tal como lo sostienen Alonso y Echeverría

“En épocas de crisis, y por diversos organismos estatales y supraestatales —Comisión Económica para América Latina (CEPAL), Unión Europea, etc.— se ha promovido la innovación social, como fórmula para resolver problemas sociales; en parte supone desplazar la responsabilidad de su resolución a los propios colectivos afectados, cuando los han producido las crisis estructurales. En este sentido observamos que el interés de estas organizaciones en dotar de notoriedad al concepto, antes en Latinoamérica y ahora en Europa, no es neutro y posee una carga ideológica o, al menos, una determinada cosmovisión de las relaciones ciudadanía-Estado”. (2016: 228)

Dicho en términos sumarios, la innovación social es parte de la construcción epistémica de la hegemonía capitalista a través de una renovación terminológica destinada a aceitar (con recurso a una matriz discursiva empresarial) viejas estrategias de dominación que invitan a la sociedad civil, los gobiernos, las ciencias y las profesiones a ser notarías -o cogestoras en el mejor de los casos- de las formas en las que las poblaciones precarizadas se las ingenian para afrontar con pocos recursos la rudeza de un mundo excluyente que castiga a los nadies y les responsabilizan de su miseria.

La construcción de justicia social requiere mucho más que la innovación social, por cuanto no solo se trata de encontrar soluciones creativas a problemas sociales mientras se mantiene intacto el núcleo discursivo de “la utopía liberal de un mercado puro y perfecto” (Bourdieu, 1997: s.p). Desde una comprensión dignificadora de la vida no basta con invocar el voluntarismo, sosteniendo que “en muchos casos, para superar la condición de exclusión es necesario que la persona sea sujeto activo de su propia transformación, de la lucha por su desarrollo autónomo” (Rodríguez y Alvarado, 2008: 25); ni reafirmar la importancia de la resiliencia o de la necesidad de potenciar liderazgos territoriales con habilidades gerenciales.

Construir justicia social se dirige a confrontar al capitalismo global como una formación histórica heteropatriarcal y racialmente estructurada. Labor que transita por la juntanza del quehacer académico con movimientos sociales y organizaciones comunitarias, esa ecología de saberes, que activan praxis biocéntricas de resistencia creativa contra los legados de la herida colonial, abriendo paso a la emergencia de genealogías otras, visibilizadoras de sujetos, saberes, cuerpos y territorios históricamente relegados por la ontología de lo Uno. Como lo indica de Souza, la construcción de la justicia social pasa por la justicia epistémica y se proyecta a la ampliación de las esferas del reconocimiento (social, político y jurídico). Esto exige posicionarse epistémica, ética, políticamente como intelectual – militante abierto/abierta/abierte a la alteridad en el tejido de un lazo intercultural crítico, como lo señala Maldonado en su carta a Walsh:

“En el siglo veintiuno nos toca continuar desarrollando las herramientas teóricas que surgieron o se volvieron más visibles que antes en el contexto de las luchas contra la modernidad/colonialidad en el siglo veinte y otras anteriores, al igual que generar nuevos conceptos y teorías. Sin embargo, la generación de conceptos y de teorías no puede satisfacer nuestra necesidad de cambio por sí solas. Una posición decolonial madura también reconoce y está preparada para hacer suya a un nivel existencial y de proyecto intelectual y político la idea de que el pensamiento decolonial que no encuentra sus raíces y su inspiración, orientación y vitalidad constante en el ejercicio activo, cuerpo a cuerpo y respiro a respiro con otrxs dentro, pero más importante aún, fuera de la academia”. (Maldonado, 2020: 192)

No es innovando, sino caminando reflexivamente el entretejido de solidaridades y desobediencias con las luchas populares, afrodescendientes, indígenas, feministas y campesinas en nuestramerica como se aprehende, siente y comprende el revertir las lógicas de deshumanización desde las praxis colectivas, lo que exige ir en dirección de un trabajo social culturalmente sensible y dialogante (Muñoz, 2015) para la construcción de justicia social como horizonte de liberación. De la mano de Gómez-Hernández, situarse en la opción decolonial, lo que “para nada pretende ser una teoría única y explicativa de lo social, sino que es una opción que, se articula con otras perspectivas críticas como la teoría de la dependencia, la filosofía de la liberación, la teoría del sistema mundo moderno, el marxismo, las teorías posmodernas, las poscoloniales y de la subalternidad, la educación popular y la investigación acción participativa, entre otras, con sus cercanías, diferencias y distanciamientos” (s.f)

Se trata de un dialogar sentipensante, en clave de interculturalidad crítica que, estando “estando fuera y dentro de lo que se critica” (Santos, 2010: 49), permite descolonizar el saber y el hacer disciplinar – profesional, visibilizar lógicas otras de ser – hacer cuerpo – territorios existenciales, ampliar las comprensiones y prácticas más allá del desarrollo, potenciar el insurgir de presentes subalternos dignificantes (Hermida, 2015), alimentar la insurgencia de formas otras de producir conocimiento y pensamiento, más allá de la geopolítica del poder soportada por la maquinaria discursiva neoliberal-colonial y su darwinismo social. Desde aquí es precisa “una mirada en la que la alteridad se torna en piedra angular para la activación de procesos de formación, investigación e intervención, proyectados ético-políticamente hacia la emancipación social dignificante, la ampliación de los sentidos de la democracia en perspectiva crítica, la construcción de justicia social, la vigencia material de derechos en contra de las lógicas de opresión, discriminación, expoliación, negadoras de la diferencia”. (Torres y Vélez, 2020: 176).

Como bien podrá observarse, esto no es una innovación, es un necesario compromiso ético – político que bien puede asumirse en y desde la tradición rebelde del pensamiento nuestroamericano.

Bibliografía

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MG. GERARDO VÉLEZ VILLAFAÑE  Trabajador Social (Universidad del Valle), Magister en Educación (Universidad Pedagógica Nacional de Colombia). Docente tiempo completo, Programa de Trabajo Social Universidad de la Salle, Colombia. Integrante del colectivo “trabajo social, diversidad, interculturalidad crítica y decolonialidad”.

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